El poco discreto encanto de la mentalidad colonizada / Una imagen invertida

No soy de los que se sienten henchidos de honor patriótico viendo la película Encanto. Me desagrada esa cursilería simplona y cargada de estereotipos (y conste que me encantan los dibujos animados, pero ¡qué mal ha envejecido el lenguaje que creó El viejo molino en 1937!); pero su culturalismo condescendiente, que no es más que otro amable ropaje del colonialismo, me molesta mucho más. 

Cada quien tiene derecho de decidir qué le gusta y qué disfruta; Sin embargo, considerar que Hollywood en su faceta más negociante puede decir algo serio respecto de nuestra maltratada nacionalidad, nuestras traumatizadas memorias, nuestros dolores o alegrías y -encima- darnos lecciones de convivencia, resiliencia, amor propio, etc., me parece un exabrupto. Sin embargo, no voy a discutir con nadie por eso. En cuestión de gustos no hay disgustos, dice el dicho.

Lo que me motiva a escribir este comentario es un asunto que considero suficientemente interesante para compartirlo, aunque no tengo muy claras todas sus implicaciones. Por lo pronto, me parece un buen ejemplo de un fenómeno que ha motivado profundos estudios que no pretendo estar en capacidad ni siquiera de reseñar. Pienso, por ejemplo, el célebre Atlas de Warburg, relacionado con la pregunta de si es posible reconocer unas filiaciones entre imágenes, filiaciones puramente visuales, que no deben nada al lenguaje verbal o a una gramática racional y que atraviesan tiempos y lugares.

Un ejemplo relacionado con este diálogo entre imágenes se relaciona con los intentos de consolidar los buscadores de imágenes en la red, el de Google, por ejemplo. Me llama muchísimo la atención cómo, desde el punto de vista del más simple de los usuarios, que no tiene idea de programación de algoritmos y cosas de esas, surgen diferentes clases de intentos para poder buscar imágenes. Pareciera que es imposible no recurrir a las palabras o a categorías externas a la mecánica de las imágenes mismas. Si uno escribe “paisajes” en el buscador, surgen miles de imágenes, a color, blanco y negro, montañas, playas, planicies, ciudades… imágenes pintadas, fotografiadas, dibujadas, lineales, texturadas, etc., en número casi infinito. Podemos poner “paisaje nocturno” y ya imaginamos la cantidad de escenas con lunas que aparecerían. Pero no es posible (sé que lo digo de manera torpe) pedir: “dame imágenes en las que aparezca un elemento circular en un contexto oscuro sobre una serie de manchas y texturas organizadas, de manera que sugirieran una cierta profundidad y tensiones varias en el plano”.

[Si, lo sé, reconozco la abismal distancia entre mi pensamiento y el de Warburg]

Esa intuición huidiza tiene alguna conexión con las impresiones que me producen las operaciones que realizaba Lévy-Strauss, a quien tanto admiro, en sus intentos profundos por lograr una comprensión y construir la capacidad de dar cuenta en términos modernos de una lógica otra como lo es el pensamiento mítico o salvaje, como lo denominó (haciendo de paso una maravillosa reivindicación del término y el universo al que hace mención), esta vez con imágenes literarias. Su método, esa capacidad de ver en un relato, más allá de su desarrollo, narrativo, unas ciertas estructuras y formas que son reconocibles en otro relato, con otros personajes y otras situaciones, iguales o como reflejadas en un espejo, me hace pensar que sería posible sondear y nombrar esas oscuras filiaciones entre las imágenes.

A veces, por un instante se me presenta algo. Algo que está en lo de siempre, frente a los ojos, pero oculto o desapercibido; por un momento, la imagen superficial de las cosas pareciera abrirse y dejar ver un entramado que subyace oculto, pero sugerido por esas apariencias. Como ver fantasmas; como si un cierto sentido del humor cósmico le diera la vuelta a lo real o como si algún mago oculto en el otro mundo envara un ligero mensaje o se descuidara por un segundo y una imagen llamara otra y persistieran, mezcladas y distintas al mismo tiempo.

Estaba preparando una presentación sobre un proyecto académico articulado alrededor de un diálogo con la Familia Jajoy Juajibioy del Valle del Sibundoy. Llevaba meses buscando documentos sobre la historia del Amazonas en general y del Putumayo en particular; conversando con el Taita Vicente y la Mamá Conchita, revisando mapas, documentos, libros, tesis en las bibliotecas virtuales, empapándome de todo lo que pudiera hablarme del Valle del Sibundoy, que no podía visitar directamente por causa de las restricciones de pandemia. En un momento dado, la noticia del día era el estreno de Encanto. Sumergido en imágenes profundas, complejas, fuertes, nostálgicas, imágenes del pensar bonito, de las memorias y deseos que me llegaban del territorio del Sibundoy que estaba viendo y leyendo, el ponerlas en contraste con las edulcoradas y superficiales que traían los noticieros y periódicos de la película de Disney, aparte de una cierta molestia y un gran aburrimiento, me produjo un gran impacto que se manifestó como una sospecha: ¡en esta película “colombiana” el sur no existe! En la diversidad cultural, geográfica, etnográfica que esta película pretende apretar en el estereotipo de Colombia como país convencionalmente tropicalista. Sentí que la gente del sur, más de medio país, estaba bastante lejana.

Como ya lo dije, no tengo demasiados deseos de discutir esos estereotipos, porque tengo temas de trabajo y estudio en curso que me interesan mucho más y porque es un poco inútil discutir en medio de tantas aclamaciones con personas que parecen tan satisfechas de un fenómeno que hasta al Oscar involucra. Pero me di un tiempo, en todo caso, para mirar artículos y decidí ver la película en cuanto fuera posible. Y, haciendo eso, surgió el fenómeno: el diario El tiempo publicó uno de sus fotogramas:

Apenas lo vi, supe que ya había visto esa imagen o, más bien, esa imagen me recordaba otra. A través suyo, veía con toda evidencia esa conocida pintura de Goya, los Fusilamientos del 3 de mayo. Busqué una imagen de descarga libre en Internet de esta última y las comparé.

Es impactante. Mirada con detalle, surgen una serie de curiosas inversiones; la más fuerte, el hombre, dolido, protestando, vestido de blanco se convierte en un niño feliz, con pose de baile; los soldados sin rostro que apuntan sus fusiles hacia sus víctimas, se transforman en una niña perfectamente identificable que con angustia de víctima apunta con su dedo al grupo del frente; quienes lloraban, ahora ríen…

¿Qué va de una pintura que en el siglo XIX presentaba una imagen síntesis de las atrocidades de la guerra, en este caso, la de la invasión francesa a España en el siglo XIX, a un fotograma de una película gringa sobre el mundo mágico colombiano en el siglo XXI?

Me parece que, sin duda, hay mucho que reflexionar en esta coincidencia.

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