Una de mis acciones importantes como profesor ha sido escribir cartas.
Me gustaría poder tener el tiempo y la disposición para escribir con otras ocasiones: cierre de un semestre, algún pequeño descubrimiento interesante, alguna conversación pendiente, etc. Sin embargo, más por la inmediatez de las circunstancias, estas cartas normalmente se han emitido en momentos de crisis, en general por movimientos sociales (paros, asambleas permanentes); el agite de la vida cotidiana no ha dejado tiempo para eso. Estoy trabajando en el tema, tengo actualmente un pequeño proyecto de construcción de relatos de la cotidianidad en el que me acompañan algunas de ustedes.
Pero hoy hago nuevamente una carta con motivo de una crisis; esta vez la divulgaré en una escala mayor, porque la crisis es mundial. A ella me referí hace unos días en este mismo blog; los lectores que me acompañan comprenderán que la razón que me mueve es que, desde mi perspectiva observo cosas que, me parece, deben ser dichas y no están siéndolo o no con suficiente frecuencia y no quiero andar preguntando ¿bueno, por qué no lo dice alguien?
Soy muy consciente de las implicaciones de intervenir en el espacio público y, cada quién dirá qué tan pertinente le resulta lo que propongo. Supongo un lector específico para este texto: mis estudiantes de la Universidad Nacional, pero lo que digo se dirige a todos y entro sin más introducción en el tema.
En la medida en que profundizamos este proceso de cuarentena en el que estamos inmersos, aunque no lo desobedezca (lo que está en juego es demasiado grave como para pensar siquiera en controvertirlo en la mitad del proceso), sigo preguntándome si no había otras formas de enfrentarlo; formas más respetuosas con la vida social, y con la vida en general; e, incluso, que fueran mejores soluciones.
Respecto al sentimiento de pánico generalizado que implican las políticas gubernamentales, (en el texto anterior describía con algún detalle mi preocupación por la manipulación del miedo por parte del poder, para favorecer intereses políticos que tienden a la estatización de la vida social), asumo que, como ciudadano, tengo derecho a proponer algunas preguntas y observaciones basadas en el sentido común. Para ello, me referiré a informaciones al alcance un poco de todo el mundo: surgen de la lectura de periódicos de fechas recientes.
Veamos, por ejemplo, algunos datos del diario El País de España, uno de los países con situación más crítica en este momento. Estos datos, nos informa la nota, están actualizados a 4 de abril. Agrego al final de cada línea un dato adicional en paréntesis rectos:
País Casos diagnosticados muertes [población aproximada]
China: 82.875 3.293 [1.386’000.000]
Italia 120.281 7.503 [60’480.000]
España 124.736 11.744 [46’660.000]
El periódico El Tiempo de Bogotá, informaba en su edición del viernes 20 de marzo que en Bogotá [población aproximada de 7’400.000 habitantes] se llegaba en ese momento a 82 personas contagiadas; el 1 de abril alcanza 472 contagiados y 17 muertos en el país, según varios portales de noticias.
Hace días decidí no ver más noticieros en televisión y seleccionar de manera más serena las fuentes de noticias que consulto por Internet. “Más serena” quiere decir: no pude ver la diferencia de las noticias sobre el coronavirus y su avance con las noticias en las jornadas electorales por ejemplo: un experto está dictaminando, y, de pronto, es interrumpido por un nuevo boletín de la registraduría -leído de manera casi vociferante- que informa que se ha escrutado un 0,5% más de mesas que en el anterior boletín y las cifras actuales son… y el panorama nacional entonces queda…, o con las transmisiones deportivas en donde se inflaman todas las emociones – pasiones. No es un fenómeno actual; algunos de mi generación recuerdan todavía la espantosa toma y retoma del Palacio de Justicia en 1985, transmitida en directo por la radio con interrupción para transmitir un partido de fútbol. Mi hermano me contaba que estaba pasando por una calle, hay dos hombres, uno escucha radio y el otro le pregunta: ¿cuántos muertos van?
En el momento en que vi estos altisonantes informes sobre el avance del coronavirus y en la parte inferior de la pantalla aparecía un contador permanente de infectados y muertos, decidí que ya no más, no más de eso, no más de ese pánico programado, no más de esa manipulación de la información. ¿Cómo se extrañan luego esos mismos periodistas de que la población ataque a las personas de las que se sabe, resultaron contagiadas? ¿Acaso non son portadoras del enemigo de la humanidad, como lo declaró la OMS?
Admitamos que esas cifras adolecen de una relatividad inevitable; pero, con todo, su crudeza es clara: no estamos -como parecerían insinuarlo muchos anuncios catastróficos- que se esté en algún lugar del mundo siquiera cerca de que la gente caiga en las calles como moscas. No desdeño de ninguna manera el valor de cada vida humana y no pasa ni por un segundo por mi cabeza que hagamos un cálculo estadístico absurdo. Esta comparación de cifras apunta en otra dirección: la desproporción del pánico con el que se nos agobia comparada con la magnitud real de la amenaza. No trato de especular irresponsablemente con cifras; de hecho, no planteo conclusiones, sólo preguntas. Como la de si, con nuestros conocimientos actuales, no habría forma de convivir con el coronavirus sin destrozar la vida social como está pasando.
O como la pregunta de mi amigo Bruno, ¿por qué no se habla con la misma intensidad de las muertes que produce la mala calidad del aire? Hace menos de un mes la revista Semana decía:
Algo que va a matar mucho más que el coronavirus en el mundo es la contaminación del aire. La cifra proyectada para este año es de más de 4,2 millones de personas. Eso es más que casi todas las enfermedades con excepción del cáncer y enfermedades del corazón. En Colombia, cada año, por dolencias asociadas a la contaminación mueren 8.000 personas mayores de 44 años. De estas, 668 fallecen de cáncer de pulmón y las restantes de enfermedades cardiovasculares. En el caso de Bogotá, 2.000 personas pierden la vida anualmente por padecimientos relacionados con la mala calidad del aire, y 44.000 menores de 5 años presentan enfermedades asociadas a la polución. Se estima que los costos para el sistema de salud en el ámbito nacional pueden llegar a los 12,3 billones de pesos, según un informe reciente del Departamento Nacional de Planeación.
¿Suspenderán los gobiernos un solo día la casi totalidad de la vida social por una razón como esa? ¿Esos mismos gobiernos a los que no les pasa por la cabeza tomar medidas serias para reducir -ya que no eliminar- la dependencia de los combustibles fósiles, cuando hace tiempo existe la tecnología para reemplazarlos? Y, más allá, ¿estarán dispuestos a preguntarse si realmente es necesario seguir produciendo automóviles capaces de transitar a 200 kms hora en un país en donde la velocidad máxima es 80 o 100 kms hora? O ¿producir cada año equipos de sonido más potentes que exceden el nivel que soporta el oído humano y para usar en apartamentos de 60 mts cuadrados? Todo este alarde tecnológico cuando hay poblaciones enteras que no tienen la infraestructura para recibir agua potable y eso las está exterminando… perdón, olvido que estamos en Colombia un país en el que se pudo desviar el río Ranchería para beneficio de las carboneras multinacionales y la agricultura industrializada, en detrimento de las culturas locales.
La señora G., que trabaja por días, y vive en lo alto de Ciudad Bolívar habla de algunos de sus vecinos, vendedores de flores en el cementerio; habla de su angustia, en los días previos al simulacro de aislamiento respecto a qué será de su cotidianidad: ya la gente no va al cementerio, sólo está permitido para grupos mínimos, ahora será peor, dicen, y uno pagando el gota a gota.
Esto pasaba hace dos o tres o cuatro semanas, ya no sé y no tengo idea de cómo sobreviven hoy.
Esto es una tragedia social. Cada uno de los aspectos del relato de la señora G. revela no solamente una anécdota personal; revela la vida de una clase social, la vida de una época, la vida de un país, la vida del mundo social actual, su política económica, su política de justicia, su política social. Habla de su “normalidad”. El estado de excepción permanente que se volvió norma en las sociedades contemporáneas, apunta a que tienda a ocultársenos dónde está la verdadera anormalidad: en nuestras cotidianidades desritualizadas y degradadas, en nuestras existencias sometidas a la más vergonzosa y sangrienta explotación con fines económicos.
Ya será una ganancia poder volver a la cotidianidad después de la cuarentena, claro está: salir del encierro, poder volver a trabajar, a interactuar socialmente, a vivir la ciudad. Pero, ¿a la cotidianidad que necesita de la asquerosa usura del gota a gota para sobrevivir?, ¿a vivir las ciudades hipercontaminadas por las industrias sin control? ¿Al contacto social marcado por la profunda inequidad de nuestras sociedades, en las que ya no tenemos rituales para comunicarnos, rituales para interactuar, rituales para comer, rituales para conectarnos con nuestras tradiciones y nuestros pasados, rituales para morir o para vivir dignamente?
El día 20 de marzo, en momentos en que nos preparábamos para entrar en el simulacro de cuarentena, y en la misma página en la que se transmitían informaciones relacionadas con la extensión de la pandemia, el diario El Tiempo anunciaba: “EE. UU. anuncia prueba exitosa de misil hipersónico / Misil voló a cinco veces más velocidad que el sonido. Tiene más potencia que misiles balísticos”. De que no es un aparato con fines humanitarios, el texto no nos deja ninguna duda: “El Pentágono anunció este viernes que realizó de manera exitosa el ensayo de un misil que voló a velocidades hipersónicas, más de cinco veces la velocidad del sonido, o Mach 5, un arma que podría potencialmente aniquilar los sistema [sic] de defensa de un adversario”.
¿Tenemos derecho de preguntarnos cuánto cuesta eso? Un chiste viejo contaba que un español le cuenta a otro el costo en dólares que tuvieron las misiones de la Nasa para llevar los astronautas a la luna; ante la astronómica suma -por la dificultad de imaginarla- el otro le preguntaba: ¿y eso cuántas pesetas son?, a lo que el primero le contestaba con un gesto muy significativo: ¡todas!
No preguntamos para comprar el misil, obviamente. Reformulemos la pregunta: ¿quién paga los costos? No seamos ingenuos; quien ha considerado participar alguna vez en una “pirámide”, inevitablemente ha llegado a la consideración obvia: el dinero no crece en los árboles, no aparece de la nada. Cada dólar que poseen los poderosos para invertir en semejante alarde científico, es un dólar que ha perdido un trabajador en alguna parte del mundo. Con el dinero que significa ese aparato, esa investigación, esas instalaciones, esos estudios que formaron a esa élite que se dedica a fines tan altruistas como diseñar armas cada vez más letales para el mejor postor; con ese dinero, ¿cuántas camas de hospital, cuántas pruebas diagnósticas, cuántos aparatos médicos, cuántos sueldos de personal de salud, etc. se podrían pagar?
Un grafiti en la Universidad Nacional decía hace poco algo así como: si la universidad fuera un banco, el gobierno ya la habría rescatado económicamente. Tenemos clarísimo que en Colombia (y, en general, en el mundo) se legisla para los ricos. Y ni siquiera lo niegan. Pongo solamente un ejemplo muy conocido. La revista Semana de septiembre 24 de 2009 nos señalaba:
Los subsidios a los ricos sí ayudan a reducir la desigualdad: Arias [condenado por la justicia colombiana por celebración de contratos sin el cumplimiento de los requisitos legales y peculado por apropiación a favor de terceros con los subsidios de Agro ingreso seguro] a la pregunta, si cree que subsidiando a familias ricas se podía reducir la desigualdad, Arias contestó en la emisora La FM que sí, “porque este es uno de muchos de tipos de incentivos que se diseñaron para que haya empleo en el campo”.
Todos los días escuchamos lo mismo: incentivar a los industriales (rebajas de impuestos, “flexibilización” -que, en realidad, es endurecimiento- de políticas laborales, etc.) es dizque estimular la creación de empleo. Todavía recuerdo cuando el gobierno Uribe determinó que la jornada diurna se extendía hasta las diez (!) de la noche, lo que inmediatamente generó que se acabara el recargo nocturno a los trabajadores, pues los negocios empezaron a cerrar a las diez, acabando de paso con la vida nocturna de las ciudades…
En fin, ¿Qué revela la crisis del coronavirus? La absoluta inadecuación de los sistemas de salud para atender a la población, porque el sistema político neoliberal determina que es más importante la ganancia económica de los poderosos que la atención real a la población. Que salud, educación, etc. no son derechos sino bienes.
El mismo día 20 de marzo el mismo periódico el Tiempo titulaba: “¿Por qué Alemania tiene la tasa más baja de muertes por Covid-19? – Es la más baja de la región. Equipos médicos y diagnósticos tempranos, algunas de las razones.” En una palabra: dinero. Dinero destinado al sistema de salud. Al final de la nota en Internet, se encuentra un enlace a otra nota: “Las claves del éxito de Corea del Sur en su lucha contra coronavirus – De más de 8 mil personas infectadas solo ha habido 75 fallecimientos.” Se puede, sin duda, pero es que se requieren otras condiciones para pensar una estrategia en la que “Al contrario de China, Corea del Sur adoptó una estrategia que combina información al público, participación de la población y una campaña masiva de pruebas.”
¿Qué hay aquí? Decisiones políticas y recursos, el fatuto dinero.
¿Nos seguimos tragando entero el cuento de que somos pobres, inferiores, dependientes por destino histórico? Nuestro país tiene suficientes recursos para autodeterminarse. Recursos materiales naturales, intelectuales, espirituales permanentemente derrochados en aras de garantizar la explotación, que es el problema de fondo, para el negocio. Esto es sabido de tiempo atrás, veamos un ejemplo, tomado al azar (hay tanto material al respecto):
Reinaldo Spitaletta (‘El negocio de la salud’), en su columna de El Espectador, 25 de abril 2011, decía:
Desde la aprobación de la Ley 100 de 1994, que privatizó la salud y tornó en archimillonarios a los negociantes de la misma, el paciente (¿o será el cliente?) dejó de ser protagonista del llamado “acto médico” para dejarles ese papel a las facturas y las chequeras.
Se sabe que, dentro de las cien empresas más grandes del país, hay entre ellas cinco dedicadas al rentable negocio de la salud, o, en otras palabras, a enriquecerse con la enfermedad de los colombianos.
El asunto de la salud en Colombia ha sido uno de los más tristes para la mayoría de gente. La intermediación privada, además de los aplastantes monopolios de la química farmacéutica, convirtieron ese rubro en inalcanzable para los más pobres, para los marginados, víctimas de un sistema inequitativo y brutal.
Pero al decir que se trata de dinero, hay que aclarar: dinero invertido y utilizado sabia y honradamente. Ahora bien, el libertarismo en el que se basa el sistema neoliberal no es más que un egoísmo disfrazado, en el que solamente cuenta el beneficio personal. Si las sociedades humanas nunca fueron perfectas, las noticias que nos llegan de la cínica corrupción estatal en todo el mundo (y, especialmente en nuestro país tan “recursivo” y “vivo”) nos muestran los “casos exitosos” de nuestra sociedad, el 29 de agosto de 2019, El Heraldo de Barranquilla informaba:
Corrupción en la salud en 2018 costó $1 billón: Procuraduría / Según el procurador, hay 17 mil personas en régimen subsidiado que tienen capacidad de pago… cuestionó que grupos políticos reciban hospitales a cambio de campañas
…el procurador advirtió que el sistema “está infestado de corrupción en toda la cadena”: desde la construcción de los hospitales hasta en la prestación del servicio a los usuarios…
Según algunos cálculos, en sólo uno de los casos investigados, el atroz “cartel de la hemofilia” defraudó $39.754’371.896; otras informaciones hablan de $50.000’000.000 en Córdoba, en donde se tomaron $5.264’000.000 al amparo de certificaciones falsas de tratamientos equinoterapia y neurodesarrollo en niño; en el mismo departamento, falsificación de medicamentos para cáncer y sida, preliminarmente calculado el costo en $11.520.000.000 y la lista sigue: esto es apenas un dato parcial.
La emisora la W (14 de marzo de 2019) informaba de una “red criminal cuyo modus operandi es liquidar e intervenir EPS de manera injustificada para robarles a los usuarios y trasladarlos a otras EPS que pagaron millonarias coimas por este ilícito…” La lista de entidades afectadas es impresionante…
Carteles de la hemofilia, el bastón, el Síndrome de Down, del VIH, de embargos, de recaudo de cartera, de chapas dentales y hasta de las gafas –nos informan varios medios- no son la excepción, son la regla en regímenes que defienden la idea de que legislar para los ricos sí ayuda a los pobres porque aquellos son los que dan trabajo y dinamizan la economía, porque si a ellos les va bien, le va bien al país.
Aquí bordeamos la segunda parte de esta catástrofe: la corrupción galopante. Colombia, para algunos el “país más feliz del mundo”, está entre los más inequitativos, donde más impunidad y más corrupción hay. Pero la mayoría de su feliz población logró derrotar en las urnas una consulta anticorrupción. La corrupción enquistada en el sistema contamina todo y, en todos los niveles prima el beneficio propio, no importa sobre quién haya que pasar. Es la lección neoliberal.
Otro elemento nada desdeñable de esta crisis toca el sentido de la institucionalización del saber en nuestras sociedades. Un cientifismo burocrático, hirsuto y autoritarista nos ahoga. Desde que las “sociedades del conocimiento” convierten el mismo en instrumento al servicio del poder y en moneda de cambio, los saberes tradicionales desaparecen con más rapidez, las relaciones entre las instituciones y los investigadores se llenan de estándares; los relatos artísticos se someten a los estereotipo; los procesos de conocimiento entran en unas lógicas tecnocráticas y el conocimiento validable -el que se encuentra detrás de este lenguaje punitivo y autoritario que nos tiene hoy a todos en arresto domiciliario sin consideración por las consecuencias sociales- tiene componentes centrales como el de las revistas indexadas. En ellas, lo más granado del saber científico se despliega. No niego que en un sector de las cosas sea así, pero también tiene su lado oscuro:
Hasta hace poco la consigna era no solo “publicar o morir” (del inglés, publish or perish, característica inherente al medio académico cfr. Clapman 2005), sino que además debíamos hacerlo en revistas nacionales indexadas, o internacionales homologadas, por Publindex (la consigna en colombiana, por tanto, es más compleja: publicar en revistas indexadas por Publindex, o morir). Sin embargo, tras el reciente cambio de medición de grupos implementado por Colciencias desde el 2014… la medición sólo toma en cuenta la publicación de artículos en revistas indexadas en bases internacionales, anglosajonas y con ánimo de lucro Thomson™ y Scopus Elsevier™. La “calidad” de las revistas es medida en estas bases de acuerdo a un “factor de impacto” calculado por de acuerdo al número de citaciones que tales revistas reciben (en publicaciones también indexadas por ellos). Semejante cambio tan fundamental, el pasar de un modelo público de medición lleno de problemas, a uno comercial y privado plagado de críticas, es el tema que antes hemos dicho no amerita un mayor debate.
Éste es un extracto de uno de entre muchos documentos producidos por la propia Academia y por los propios campos de las ciencias (‘El conocimiento inventariado / Apuntes críticos sobre el modelo de indexación de las publicaciones académicas en Colombia’, Nicolás Espinosa y Alfonso Insuasty. De nuevo pido perdón a los fundamentalistas: las ciencias humanas también son ciencias) que revelan unas tensiones normalmente ocultas en los discursos institucionales, entre ellas -aparte del ya muy importante espacio de debate en el interior de las propias ciencias que le es inherente y existirá siempre- está la de que un sistema de validación en el que el poder (económico) de publicar influye de manera drástica para determinar la legitimidad del conocimiento científico (y el que no, dado el monopolio que la ciencia fundamentalista pretende tener sobre “verdades objetivas y universales”, como nos informa un científico local)
Pero, ¿qué significa indexación, mis queridos estudiantes? ¿algún especializadísimo sistema de estudio, confrontación, análisis, realizado en altísimos laboratorios como esos que uno ve en las películas de James Bond …?
No, indexar es… demos la palabra al diccionario de la Academia:
- tr. Hacer índices de algo.
- tr. Registrar ordenadamente datos e informaciones, para elaborar su índice.
Sonará a algunos asombroso, pero así es. La indexación no pasa de ser un sistema de clasificación e información. Un filósofo político había predicho la tiranía de los sistemas de información desde una relativamente lejana época: en 1979, fecha de publicación de La condición posmoderna / informe sobre el saber, Jean François Lyotard anunciaba los cambios que se aproximaban “después de las transformaciones que han afectado a las reglas de juego de la ciencia, de la literatura y de las artes a partir del siglo XIX”. Estos cambios, que implican el paso de lo que llama los grandes metarrelatos (como el héroe, la gran travesía, etc.) por pequeños elementos dispersos y difusos, “nubes de elementos lingüísticos narrativos, etc.” que no se apoyan en los grandes discursos legitimadores:
Los decididores intentan, sin embargo, adecuar esas nubes de sociabilidad a matrices de input/output, según una lógica que implica la conmensurabilidad de los elementos y la determinabilidad del todo. Nuestra vida se encuentra volcada por ellos hacia el incremento del poder. Su legitimación, tanto en materia de justicia social como de verdad científica, sería optimizar las actuaciones del sistema, la eficacia. La aplicación de ese criterio a todos nuestros juegos no se produce sin cierto terror, blando o duro: Sed operativos, es decir, conmensurables, o desapareced.
Por efecto de toda una serie de cambios en la cultura y el desarrollo de nuevas tecnologías de la información -y no perdamos de vista que esto se escribía en 1978, época en la que los computadores eran una cosa muy primitiva aún y la Internet era una fantasía de ciencia ficción-:
Es razonable pensar que la multiplicación de las máquinas de información afecta y afectará a la circulación de los conocimientos tanto como lo ha hecho el desarrollo de los medios de circulación de hombres primero (transporte), de sonidos e imágenes después (media).
En esta transformación general, la naturaleza del saber no queda intacta. No puede pasar por los nuevos canales, y convertirse en operativa, a no ser que el conocimiento pueda ser traducido en cantidades de información. Se puede, pues, establecer la previsión de que todo lo que en el saber constituido no es traducible de ese modo será dejado de lado, y que la orientación de las nuevas investigaciones se subordinará a la condición de traducibilidad de los eventuales resultados a un lenguaje de máquina. Los «productores» del saber, lo mismo que sus utilizadores, deben y deberán poseer los medios de traducir a esos lenguajes lo que buscan, los unos al inventar, los otros al aprender. Sin embargo, las investigaciones referidas a esas máquinas intérpretes ya están avanzadas. Con la hegemonía de la informática, se impone una cierta lógica, y, por tanto, un conjunto de prescripciones que se refieran a los enunciados aceptados como «de saber».
“Sed… conmensurables, o desapareced” “sociedades de la información”, “sociedades del conocimiento” ¿les suenan esas expresiones? Estoy simplificando bastante, pues ya bastante larga está esta carta. Advirtiendo que los sistemas y las máquinas no piensan por sí mismos, sino que dependen de las decisiones de sus poseedores, vayamos directamente a la gran sospecha: las ciencias exactas no son tan exactas. Nada nuevo, el gigante Einstein, a quien todos los días nos citan como paradigma del gran saber científico tuvo la modestia de expresar sus descubrimientos bajo la forma de teorías, como -de otro lado, lo hicieron todos sus colegas que realizaron la incomparable construcción de la ciencia moderna.
Pero el fundamentalismo cientifista rima muy bien con el fundamentalismo economicista y con el fundamentalismo político. La Academia moderna (que todavía nos rige) surgió por el mismo movimiento que creó el despotismo ilustrado y creó el capitalismo; esa Academia nos ha enseñado lo mejor que sabemos del universo físico, pero (no podemos ver el lado luminoso sin ver el lado oscuro) también se queda tremendamente corta cuando pretende dar cuenta del sentido del universo, en particular del universo social cuando se deja imponer el conocimiento estandarizable y cuantificable.
En Colombia, me parece muy significativo el caso Patarroyo. Un científico que durante décadas fue impulsado por todas las autoridades académicas y políticas como el paradigma del investigador exitoso y que, como tal, tuvo hasta hace poco a su disposición recursos oficiales que nadie más tenía y una atención de los medios de comunicación que, salvo alguna excepción pequeña y muy discreta, planteaba una posición crítica respecto a sus trabajos. Aunque siempre lo ha acompañado algo de polémica y cuestionamiento, pocos científicos colombianos han gozado de tanta legitimidad social y académica. Pero súbitamente, su fortuna parece dar un giro en la dirección opuesta por causa del coronavirus.
A raíz de sus declaraciones sobre la pandemia, de pronto resulta despreciado en esos mismos medios de comunicación que le plantean un cuestionable pasado para desestimar sus comentarios que se apartaban del pánico generalizado que se iniciaba. Esos comentarios pueden estar en parte torpemente estructurados, pero -también, en parte, pueden tener algo de razón viniendo de un científico de su trayectoria, pero apartarse del movimiento general tiene un costo. (pueden ver: “COVID 19 – Las metidas de pata de Patarroyo durante la pandemia de coronavirus” y “Las metidas de pata de Patarroyo durante la pandemia de coronavirus” en 070 y El Espectador)
Escribiendo esto, me enteraba de que en Francia el profesor Raoult, quien desarrolló un medicamento llamado Hidroxicloroquina, utilizado en varias enfermedades de manejo difícil hizo algunas pruebas, un tanto caseras, podría decirse, por la premura, cuyos resultados apuntarían a entrever la posibilidad de que este medicamento sea efectivo contra el coronavirus, pero las autoridades científicas de su país no daban importancia a este hecho mientras otros países sí agotaban las existencias del mismo. En principio, el debate tiene la asepsia del cientifismo: las pruebas no se pueden considerar concluyentes, se requerirían estudios más rigurosos, etc. Sí, claro, pero la realidad es más compleja que eso. El profesor Raoult, quien es director de un hospital universitario y en cierto sector es un personaje muy respetado, incluso considerado prospecto para el Nobel, en otro sector no goza del mismo prestigio, siendo incluso considerado por algunos como un charlatán. Pero el asunto va más allá: ha sido un crítico muy duro del establecimiento científico y tenido polémicas muy fuertes con la exministra de salud y su esposo, miembros prominentes de la comunidad científica en el poder, lo que ha generado un debate político tremendamente complejo en el que lo puramente científico no es necesariamente lo más importante.
La pregunta políticamente incorrecta en medio de todo este enfrentamiento -político más que científico- es: ¿qué precio social se paga por estos malos debates, por las demoras en la acción, por las decisiones incorrectas? Siempre habrá un rango de incertidumbre y de dificultad que nunca podrá evitarse con el que, igual que con los virus debemos saber convivir, cosa que no lograremos en tanto la autoridad del campo del conocimiento esté en manos de creyentes en “verdades universales”, de administradores cuya función sea la de garantizar la eficiencia económica máxima y de autoridades médicas y de dirigentes que consideran que su mejor función es la ser sobre todo agentes de control.
Para finalizar, mi propuesta. Empiezo con una pregunta: ¿y cuando la cuarentena termine? ¿Querremos retornar a la normalidad de una vida social injusta, agravada por la respuesta punitiva contra el “enemigo de la humanidad” sin que nada cambie? ¿A estar esperando que en cualquier momento se vuelvan a decretar medidas semejantes? ¿A hacerle guardia al próximo “enemigo de la humanidad”? ¿A seguir viendo una amenaza en el otro?
¿A seguir soportando este insoportable régimen neoliberal?, ¿sobrellevando de la manera más suave posible esta catastrófica decadencia del capitalismo, que aún durará mucho en caer? ¿A seguir viviendo de la ilusión de que ya vendrán tiempos mejores? ¿A creer a los predicadores de autoayuda que, poniendo cada quien su “granito de arena” y con un poquito o mucho de fe lograremos evitar la catástrofe?
Dentro de lo que conozco, sólo hay una forma colectiva de propiciar un cambio estructural de la sociedad: transformar radicalmente la Escuela. Recuperarla como el lugar del conocimiento, de la construcción de sentido, de inserción en comunidades. Rescatarla del mismo régimen que la convirtió en un bien y no en un derecho. No la escuela ejecutiva de los proyectos “alternativos” de las élites, no la escuela acrítica que pretende el sistema público actual, no la escuela degradada de los negociantes.
La Escuela de las vanguardias históricas. La escuela que intuyó la reforma educativa de “La revolución en marcha”, el gobierno de López Pumarejo; la escuela que impulsó Agustín nieto Caballero antes de que su proyecto fuera pervertido por las élites; la escuela de la Institución Libre de Enseñanza y las Misiones Pedagógicas; la escuela de Krause; la Escuela de Comenio, la escuela de Montessori; la Universidad de Gerardo Molina. La escuela del pensamiento autónomo, del sentido crítico, de la pasión por el conocimiento, del rigor en la búsqueda y el intento de lograr alguna claridad en el pensamiento, de las artes y las ciencias reales (no hegemónicas)… la Escuela insumisa, que duda y busca, que no le tiene miedo al error, sino a no aprender de él… La escuela de la consciencia insobornable.
No la escuela de los estándares; de la “educación de calidad”; de las autoridades burocratizadas; de los profesores perezosos; de los profesores cargados de certezas, posesionados de su papel de ser figura de control asumen gustosamente la misión de corregir; no la escuela de estudiantes cargados de miedos, abusados, sometidos, pero callados…
Una escuela que trate de seres vivos, de relaciones de poder, de comunidad; que no renuncie a la complejidad ni a los diferendos y no considere que su prioridad sea la de formar trabajadores eficientes y obsecuentes para el sangriento mercado laboral. La Escuela no está para ponerse al servicio del sistema, no está para configurar “productos exitosos”, ni para hacer rico a nadie. Está para desarrollar lo mejor de nosotros mismos.
Que haya seres humanos explotadores, insolidarios, egoístas, inconscientes en lo social, no es culpa de la escuela; es culpa del sistema, que los necesita para perpetuarse.
Cada vez que finaliza un paro en la Universidad le pido a mis colegas y estudiantes que trabajemos para que el próximo movimiento no nos agarre de nuevo desprevenidos, sin haber avanzado nada desde la última vez, de manera que tengamos que volver de nuevo al punto cero; que no tengamos que seguir sufriendo lo mismo…
Preparémonos para cambiar y, con ello, cambiar el régimen neoliberal que nos lleva a que el surgimiento de un virus -hecho natural de la vida- se convierta en una guerra global y nos imponga una respuesta atroz igual o peor de catastrófica.
Debemos a Löwy una lúcida interpretación de esa enigmática declaración de Benjamin de que hacer la revolución es organizar el pesimismo: es un llamado a la acción; aún podemos cortar la mecha de la bomba, aún podemos poner el freno de emergencia a un tren que se ha desbocado. Aún podemos evitar lo peor de la catástrofe, siempre y cuando hagamos algo.
Siempre-y-cuando-hagamos-algo.
Estudiemos: todavía podemos decidir que este tiempo de cuarentena no haya sido tiempo perdido.
Que buena reflexión maestro. Un saludo.
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«Del amor y la danza, en tiempos del virus y la lluvia».
Paula Bohórquez González.
Querido Maestro Huertas.
Me dispongo a responder su propuesta de indignación desplegada en un texto muy interesante, en cuanto a la organización de ideas pesimistas y de relaciones entre las posibles imágenes tan complejas que suceden a finales del 2019 e inicios del 2020. El paso de las movilizaciones masivas en los espacios públicos, a lo que se denomina inmovilidad y quietud en el espacio privado, (que prefiero llamar íntimo para no confundirlo con conceptos economicistas del neoliberalismo) es un paso brusco y nos coloca en un lugar de pensamiento que debe ser compartido. Gracias por posibilitarlo.
He conocido su posición desde que fui estudiante de sus clases de Maestría en Educación Artística hasta el día de hoy, que camino a su lado por los andares de la vida artística, pedagógica y personal. Y déjeme decirle que admiro la manera como es capaz de denunciar y de seguir sus intuiciones entre el pensamiento, la historia y la política, y creo en su postura desde la claridad y el sobrepaso del miedo porue a pesar de la fatiga de ideas, es posible el diálogo sincero. Este tipo de diálogo con sus estudiantes, sus pares y con sus propias reflexiones puede ser también una manera de resistencia política, pedagógica y artística.
En primer lugar, quiero hablar sobre su rechazo ante la idea academicista de la división categórica y las distancias que ésta “supone”; estoy de acuerdo con este rechazo y saludo la intención diaria suya, como maestro, como hombre y como compañero a aportar en la lucha por el cambio de mentalidad frente a ver al otro, (individuo, territorio, cuerpo, país, continente o pensamiento) siempre desde la diferencia de clases. ¿Pero qué pasaría si esa diferencia de clases, se ve como la JUSTA RAZÓN por la que se han establecido las luchas (en términos marxistas)? He pensado que las culturas que han sido desplazadas, e incluso las vanguardias artísticas se han puesto en el lugar de la división categórica y la han mirado desde su posición marginada. Entonces, quizá la lucha no está necesariamente centrada en radicalizar ese pensamiento capitalista en el que unos se enriquecen a partir de la pobreza de otros, sino cómo miran los pobres a los ricos; cómo miramos las mujeres a los sisntemas patriarcales, cómo somos capaces sostenerse y mirar hacia el pasado, cómo es posible el anacronismo en medio de la única forma obligada de concebir la temporalidad, la divinidad, en lugar de las temporalidades, las divinidades, las posibilidades. ¿No es precisamente la división categórica nos brinda el espacio de la diferencia y la resistencia?
En segundo lugar, desearía poder profundizar en lo que en algún lugar de su texto menciona: «las protestas masivas en las calles, y el cierre de fronteras tiene un sentido contradictorio». Lo es. Y es también dialógico. Porque a partir de la conciencia de lo masivo, de la fuerza de la voz colectiva, de la cantidad de gente que puede caber en la calle de una ciudad, es posible pensar que cada nación, cada hogar, cada pueblo, cada comunidad, puede sostenerse a sí misma, sin ayuda de la otra (ayuda es diferente a cooperación en igualdad de condiciones). El problema es quizá percibirse en comunidad, sabér cuál es el territorio, cómo es la idea de cooperación. Me pregunto si en medio de la catástrofe, es posible creer profundamente en la ciencia a favor de la ciencia; salud, conocimiento, sentido del mundo y no a favor de las instituciones que en cierta medida manipulan precisamente la idea de salud, conocimiento y mundo. “La verdad es química”, decía un amigo suyo psicoanalista que observó alguna vez nuestra obra La Verdad Desnuda. ¿Se refería al conocimiento? ¿Se refería a la realidad? En momentos en que se restringen las posibilidades de movilidad, de cotidianidad, de contacto corporal y social como en esta situación de pandemia, la verdad está desnuda, pero no la podemos ver: ¿Es el sistema sociopolítico que no puede sostener sus propias estructuras de educación, salud y cultura? ¿Es un microorganismo compuesto de material genético protegido por un envoltorio proteico, pero sin paredes celulares, sin piel, sin cuerpo, sin vestido que es considerado por algunos seres humanos manipuladores de las circunstancias con ser una especie de antagonista de la humanidad? Podría ser una coincidencia enorme pero también demasiado rebuscada de parte mía.
Se lo voy a plantear desde este punto de vista, quizá contradictoria a su postura, dialogante, posible y cuestionable:
Soy una maestra de danza, que ha sobrevivido a catástrofes unidas por el tiempo; (catástrofes que no deseo nombrar en este momento) sólo pensando que existe el distanciamiento social y es totalmente punzante y aterrador cuando es impuesto por las miradas militarizantes, por las voces que hablan de la guerra, por quienes quieren seguir construyendo murallas de miedo y muerte, como si el miedo fuera eterno, como si la muerte fuera un único final y no nos dejara seguir amando, seguir soñando, seguir existiendo. Pero el distanciamiento social con conciencia de cuerpo, de espacio, de tiempo, de presente y de pasado, de realidades políticas, de posición de clase social y de pensamiento y sentimiento territorial, corporal y social es un distanciamiento al que le hacemos resistencia para el regreso a la colectividad.
El miedo es real, y se puede sentir y dejarlo en su lugar. La muerte es real, y sabemos que es un misterio que le da sentido a la misma manera de ver la vida, y le agradezco la manera de seguir planteando su consciencia en contacto con el mundo; (no me refiero a la virtualidad, me refiero a la pecepción y el lenguaje)
Por último. Le daré una respuesta concreta a una de sus preguntas:
Usted dice, ¿Qué hacer con los treinta años de reflexión pedagógica?
Pues dejarla volar en el tiempo. Así como voló la idea de cooperación entre Rusia y Cuba en el siglo XX aun después de la Guerra Fría y por tal razón fue posible la resistencia ante el academicismo imperial. Dejar su reflexión volar, como voló (literalmente) Alicia Alonso, la bailarina cubana quién brindó al mundo la posibilidad de ver la danza clásica como vanguardia que une el tiempo romántico con el tiempo contemporáneo y de esta manera, crear una escuela, sin darle siquiera un crédito a la academia zarista, católica y espeluznantemente elitista. Dejar sus palabras en vuelo, como se deja el aliento, como se dejan las ideas de quien muere convencido de que es posible la libertad, la polítical la ciencia y el arte sin modelos poderosos a seguir, puesto que sus preguntas y sus intuiciones me hacen recordar que el pesimismo no necesariamente es el camino a un abismo, sino el camino a la serenidad del lado oscuro de la luna.
Paula.
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