Reelección de Mantilla: El triunfo de los mediocres

Cuando expresaba en varios contextos a mis colegas profesores el temor de que la consulta para la elección de rector en la Universidad Nacional de Colombia repitiera la misma falacia de las más recientes elecciones presidenciales, que llevó al grotesco espectáculo de la izquierda y los intelectuales votando por Santos para «evitar un mal mayor», la respuesta, siempre fue escepticismo: no era posible que un personaje como Ignacio Mantilla, que hizo una rectoría tan mediocre y sin mayor legitimidad (hecho que, de todos modos, tampoco había impedido a los anteriores tres rectores serlo) pudiera repetir en la rectoría, sobre todo sabiendo que el gobierno (adversario máximo del sistema de universidades públicas, sin ninguna duda) tenía por lo menos dos cartas más a su absoluto favor en la baraja de cinco candidatos.
Sin embargo, los peores vaticinios se cumplieron: el peor candidato fue elegido, y con el voto mayoritario de los profesores en la consulta previa.

Si bien es claro que el mecanismo de la consulta termina siendo manipulado y burlado por el Consejo Superior, de perpetua mayoría gubernamental, que en ella no participa la gran mayoría de la comunidad universitaria, que algunas personas proponían -ingenuamente, a mi juicio- la abstención, que el rector fue reelegido y que ganó la consulta entre los profesores, son hechos que no pueden en absoluto ser ignorados.

Teníamos que saber que eso iba a suceder. No porque pudiéramos evitarlo: la comunidad universitaria no se reconoce como tal, y en estas condiciones ningún acto de resistencia puede aspirar a algún triunfo siquiera parcial; pero, al menos, deberíamos haber dado testimonio de nuestro desacuerdo, de que alguna dignidad tenemos.

Más allá de la vergüenza e indignación que deben darnos las rectorías de  la universidad Nacional desde 2003,  tenemos los profesores la tarea de intentar, al menos, comprender que ellas no acontecen -parafraseando a Marx- «como un rayo en cielo sereno», sino que obedecen a fenómenos estudiables, comprensibles y -sobre todo- transformables.

Pero esto último exige profesores que no se avergüencen de serlo y que no hayan echado la indignación al olvido.

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