Primero de enero.
Sí, es un día más, pero para mí –como para mucha gente, sin duda- no es un día corriente más. Ayer cerramos un año. Si me comparo en el primer día de 2022 y en este primer día de 2023, hay una diferencia grande. La vida tiene ciclos; nuestra experiencia requiere de ellos y de rituales; mis ciclos parecen darse por años.
Llevo meses pensando un documento, una especie de informe no solicitado, pero necesario. Se alarga. Empecé a escribir una parte nueva como resumen de mi año 2022, pues algo profundo parece haberse decantado. Una vez iniciado el texto, empieza a hacerse muy largo nuevamente. Vuelvo hoy a empezar; por ahora sólo quiero decir lo esencial, de manera corta y contundente; ya vendrán luego los desarrollos, los argumentos y los debates.
…
La investigación más extensa, compleja y profunda que he podido realizar es sobre los orígenes de la Academia, pronto saldrá el libro y habré saldado una deuda conmigo mismo y con la comunidad. En lo personal, aprendí en ella algo fundamental: que uno puede dar forma a una ausencia. En los ocho años de ese proceso se fue dando una especie de toma de conciencia: desde las primeras intuiciones muy difusas hasta los hallazgos finales, de los cuales no tenía idea aún, algo en mí se transformó.
Un mundo apareció después de hacer cientos de conexiones pequeñas, grandes, intencionales y azarosas. Cuando la terminé, sentí que mi realidad tenía mayor sentido, que había podido reintegrar a mi experiencia algo que me faltaba, pero que no sabía que me faltaba, porque sencillamente nunca lo conocí. Entendí que cuando uno tiene algo importante y lo pierde, es doloroso, pero al menos, sabe de esa ausencia y puede aprender a vivir con eso, pero la parte más difícil de nuestra experiencia tiene que ver con aquello que perdimos antes de tener consciencia; algo que nos marca, pero no tenemos mayor conocimiento de qué es, ni de qué manera nos determina.
Por eso hacemos historia los seres humanos, no para encontrar nuevos héroes y crear nuevos monumentos, sino para completarnos reconociéndonos en un horizonte vital más integral.
Ha pasado un tiempo desde eso, dentro de pocos días, en este 2023 se cumplirán diez años de haber sustentado esa investigación. Entonces, sentía que había podido dar forma a una serie de fantasmas que nos acosan: la Academia como nuestro medio naturalizado para pensar el mundo; lo que significa ser artista y profesor en un país que nunca consolidó unos sistemas nacionales estructurados para el trabajo, los oficios, las artes o la cultura y también dar forma a los adversarios: el pensamiento voraz de las élites, el profesor que corrige, la escuela, cuya esencia ha sido desnaturalizada y degradada en sistema de control…
Ninguna investigación se cierra nunca; en estos diez años, nuevos datos han aparecido, nuevas relaciones se han revelado y otras observaciones han madurado. Hoy creo tener algo más que agregar: esa ausencia que nos pesa tanto es más honda todavía. Hay una pérdida enterrada más profundamente que, a fuerza de ser negada y distorsionada, se oculta, a pesar de que es perceptible en todos los lugares y todos los momentos. Sus signos saltan a la vista todo el tiempo, pero se nos escapan en un mundo cargado de imágenes fantasmagóricas.
La modernidad eurocéntrica que se autoatibuyó la hegemonía del pensamiento mundial desde hace por lo menos siete siglos, ha tenido la negación de la vida espiritual como uno de sus pilares fundamentales. Nuestra casi imposibilidad cotidiana de pensar el mundo espiritual deriva de varias decisiones de los poderes fácticos definidos en lo que llamamos civilización occidental, producto de la unión de la Iglesia y el Estado. Resultado de esa alianza destinada a repartirse los poderosos la riqueza material del mundo, sin importar su sacralidad y su sentido, la “modernidad” entregó el monopolio del pensamiento de la espiritualidad a las religiones, instituciones mundanas que se pretenden representantes de los dioses. La institución estatal y la institución religiosa han funcionado solidariamente desde la conversión del emperador Justiniano para su propia perpetuación.
Más adelante, la racionalidad cientificista que impuso la Academia como institución modernizadora del conocimiento, dejó totalmente de lado la reflexión sobre el sentido del mundo que pretende conocer hasta sus más profundos detalles, de manera que hoy somos gobernados por un pensamiento académico que no tiene ningún pudor en declarar que todo lo que no se reduzca a su estrecha lógica no es más que superstición.
No estoy descalificando ni el sentimiento de lo sagrado ni la búsqueda rigurosa del conocimiento, estoy denunciando problemas profundos de nuestras instituciones como el de confundir -intencionalmente, muchas veces- el mundo de los hechos, al que la modernidad ha dado tan justificada importancia, con el mundo de verdades de las que diversos sectores se pretenden dueños.
Por ahora, en este saludo a un nuevo ciclo anual en lo personal y lo colectivo, propongo una reflexión: la modernidad europeizante que nos ha determinado en lo bueno y en lo malo, que contenía como hechos connaturales principios epistémicos depredadores, patriarcales, racistas, clasistas, dogmáticos a pesar de sus luminosas promesas, tiene un problema que engloba los ya señalados y, probablemente, los origina: la privación de la experiencia espiritual.
Me parece que el péndulo del tiempo humano pasa hoy por la dignificación de la cuestión de la espiritualidad, cuestión dejada de lado por la Academia desde sus propios orígenes. Es una vía difícil, que muchos han explorado ya en diferentes dimensiones y tiempos, que implica no caer en las vías dogmáticas de quienes, por una vertiente, abandonan la reflexión sobre los problemas mundanos de la política, ni en la de quienes, por otra vertiente opuesta, confunden el absoluto respeto por el mundo de los hechos con la imposición de un sistema de “verdades”.
Sospecho que se trata de abordar una vía de reintegración para no continuar una tendencia de negaciones mutuas, y que allí se encuentra la salida muchos de los grandes problemas actuales.