No seré yo quien llame a la desobediencia en este momento, pero quiero decir algunas cosas políticamente incorrectas.
Soy un profesor que llama permanentemente a la desobediencia; que suscribe causas descorteses y considera la política del buen gusto como su mayor enemiga.
Pero no iré contra las medidas de salubridad, cuidado mutuo, no movilidad, etc. Hoy, para no ir más lejos, pasé prácticamente todo el día planeando cómo volver virtuales mis cursos. No negaré que es un ejercicio interesante, que ya hace mucho tiempo me había dicho que debería intentarlo (aunque no con la idea de eliminar el contacto, sino -más bien- de buscar comunicar mi trabajo y ampliar mis diálogos a mucha más gente que pueda interesarse por ellos en el país y no pueden venir a Bogotá, ni yo puedo ir a sus lugares); no me proclamaré en rebeldía en un momento social tan complejo: ¡nada más ni nada menos que una pandemia! Dicen que la última pandemia, la gripe española, fue en 1918, hace un siglo largo.
Pero no quiero dejar de expresar mi preocupación ni mis preguntas, tan ingenuas como puedan ser. A lo mejor sirva de algo, al menos para desahogarme. No creo que eso produzca algún daño social y, como dice mi maestro: es bueno que las cosas salgan del cuerpo.
No sigo un orden especial, las comento como espontáneamente surgen.
Una noticia -entre miles del mismo tono- informa que “el distanciamiento social” es el mejor recurso contra la pandemia del coronavirus. He dedicado mi vida profesional -que ya ronda los cuarenta años- a tratar de reducir las distancias entre las personas. Me molesta, por ejemplo, del modelo hegemónico llamado “arte contemporáneo” (que yo llamaría “arte corporativo”) su insistencia en fundamentarse en lo que Natalie Heinich llama un régimen de singularidad; yo, anacrónico empedernido, sigo creyendo que lo realmente importante es lo que tenemos en común, llámese humanidad, divinidad o necesidades básicas; que lo que debemos comprender no es tanto lo que nos diferencia de El Otro, sino lo que tenemos en común con él.
Rechazo vehementemente la tendencia academicista a la especialidad, que no deja de hacer estragos en nuestro pensamiento desde los albores de la Modernidad, de esta tozuda modernidad que se niega -como la Academia y como el Capitalismo, sus inevitables corolarios- a morir dignamente y a dar paso a algún otro pensamiento que no esté basado en la exaltación de la absoluta diferencia con Lo Otro.
Lucho tanto como puedo por cambiar la mentalidad de que los seres humanos podamos diferenciarnos por ciertas categorías insidiosas, de las cuales la peor, la más asesina es la diferencia por el poder económico: la división en clases sociales…
No sé, perdónenme. Algo en mí se insubordina cuando escucho decir que el distanciamiento social[1] es lo más importante para detener el avance del coronavirus. A lo mejor me enredo en el lenguaje, lo admito. Tal vez si se dijera, si desde el poder, que es el que origina estos discursos, se anunciara “el sacrificio temporal de la cercanía física” podría sentirme diferente, pero vociferado el distanciamiento por médicos autorizados y alcaldes y funcionarios con capacidad de tomar medidas casi bélicas (muy cercanas: ya se ha anunciado en algunos sitios que el próximo paso sería salida de tropas a la calle para garantizar el distanciamiento social), en mensajes que parecen decir: dado que no han querido entender que debemos evitar el contacto con El Otro, tenemos que recurrir a cerrar fronteras, imponer toques de queda, etc… no sé.
No sé, siempre he rechazado el uso del lenguaje anodino, lleno de eufemismos y políticamente correcto, no estoy pidiendo eso. Cuestiono; me pregunto qué lógicas subyacen ese discurso médico-tecnicista que con ceño adusto y voz seca dictamina, ordena, llama al miedo y niega –hasta el grado de ridiculizar- todos los “mitos” y “errores” que se crea y se cree la gente (“¿y si saludo con el codo?, y ¿si ensayo este remedio alternativo, ¿y si… ?).
No puedo dejar de sentir que este año no ha empezado realmente, aunque ya terminó 2019; aunque ya terminamos el segundo semestre de clases de 2019; aunque ya empezamos el primer semestre de 2020; aunque ya pasó mi cumpleaños de este año, y el de mis hijas, y el de la mamá de mis hijas… para mí el año 2020 como que no acaba de arrancar porque el 2019 finalizó con un hecho totalmente inédito que no había visto en mi vida: los cacerolazos contra el gobierno y me cuesta admitir que eso se extinguió. Todo el mundo (no todo, claro, los explotadores no estaban, pero permítaseme la expresión) en la calle. Todos iguales, todos juntos, -seguramente, como dice el dicho, no revueltos, pero todos juntos- en la calle, mostrando una indignación compartida, una voluntad compartida. Y no era solamente en este país, era en todo el mundo; de hecho, nos habíamos demorado nosotros en llegar a ello.
Todos, en un contacto social que nos hizo soñar, que nos hizo añorar un mundo sin distancias sociales; incluso, algunos exaltados llegamos a comparar la situación con una que no conocimos sino de oídas cuando éramos chiquitos: mayo del 68, cuando la clase obrera y el estudiantado se unieron y, si no cambiaron el mundo, lograron tumbar un régimen y dejar una herencia de pensamiento que marcó el final del siglo XX y todavía nos ayuda a pensar con alguna claridad.
¿Me equivoco mucho en la molestia que me produce este discurso de poder que con argumentos cientifistas y retórica militarista[2] no sugiere, ordena, que entendamos que debemos practicar el “distanciamiento social”?
(No me arrojen a la hoguera; en estos días, ni siquiera le doy a mi mamá el acostumbrado beso de buenas noches, esperaré pacientemente a que los noticieros de la noche me lo autoricen)
No terminaba de empezar el 2020 cuando llegó ese otro fenómeno totalmente inédito: un enemigo común, invisible, insidioso, un enorme poder externo que se instala sin saberlo dentro de ti… Jamás pensé que vería el día en que los países prohibieran los vuelos entre uno y otro, que ordenaran el cierre de sus fronteras, que las calles estuvieran vacías como no lo estaban desde la guerra en Europa. Todavía me pregunto ¿qué es esto? Creo que entendería que un terremoto, una inundación, son desgracias que nos pueden impedir ir donde los otros; que una guerra puede ser, en un momento dado, inevitable (aunque siempre indeseable); pero, ¿por un virus? ¿un virus del que los expertos nos dicen que en el 80 por ciento de los casos no pasará de ser una gripa más?
No sé, pero permítanme una pregunta tonta: ¿es posible que esas protestas que en el año pasado se multiplicaban y la desmedida respuesta política a la invasión de un virus (ahora que lo digo, me vienen a la memoria esas imágenes de las películas de invasión de extraterrestres, sólo que de esta no nos salvará el heroico presidente gringo) no estén relacionadas?
En fin…
[Puedo decir en mi defensa que no soy el único: hay alguien más que parece pensar como yo, lastimosamente, no sé quién es ni dónde está. Hace unas horas pasó alguien, un hombre joven, sin duda, hablando por su celular frente a mi casa, decía: ¿cómo no tener pánico con lo que están diciendo los noticieros?]
Para los expertos, el distanciamiento social como remedio tiene un requisito: la inmovilidad o, por lo menos, la reducción de la movilidad al máximo posible. No negaré que a una parte de mí esa idea le resulta atractiva. Pero, precisamente, me he pasado la vida luchando contra esa tendencia a la inmovilidad, característica de algunos hombres de mi familia. Me cuesta salir de la casa; pensar en hacer un viaje me pone inmediatamente incómodo, así se vaya a realizar dentro de seis meses; la calle representa una amenaza para mí. Y la realidad urbana me da la razón: en todo paso peatonal hay un ciclista matón que te puede atropellar; en cualquier café del barrio pueden irrumpir cinco tipos armados que no solamente te roban tus preciados instrumentos de trabajo (que en sí valen muy poco), sino que te insultan y violentan y tratan de quebrarte psicológicamente.
Paradójicamente, mi vida profesional también se ha fundamentado también en la movilidad: ponerse en posibilidad de considerar otros puntos de vista, no anquilosarse en un sólo lugar, en una sola idea, en una sola actitud, dar un paso atrás para poder reflexionar críticamente… moverse, porque la vida es movimiento.
Pero en estos días, en que este enemigo invisible nos acecha, debemos cultivar el distanciamiento social, debemos inmovilizarnos. ¿Qué retórica es esta?
Listo, hagámoslo. La silla en donde pasé bastantes horas de este día que acaba de terminar puede atestiguar mi firme compromiso de contribuir a la inmovilidad. No será a mí a quien se pueda acusar de movilidad que atente contra la salud pública.
Pero… pero me sigo preguntando ¿y los movimientos con los que cerramos el esperanzador año pasado?
Bastante me rompí la cabeza en ese año pasado -y en el anterior y el anterior del anterior, sea dicho de paso- tratando de asimilar la paradoja que acompañaba la tarea de adelantar un movimiento que lograra superar el estatismo social y recuperara la esencia de lo importante. El ejemplo que conozco de primera mano es el de la institución universitaria. Ha llegado a un punto tal de degradación, que para todo el mundo es claro que el modelo actual de universidad tiende a ser abiertamente hostil a las humanidades y las artes; eso lo dice todo.
Toca, entonces, hacer un movimiento de reivindicación, y ese movimiento significa paro. Esa paradoja nos tiene ya muchos años pensando y no logramos resolverla: ¿¡movimiento significa paro!? Pero cuando se levanta el paro, ¡también se acaba el movimiento! ¿no debería retornar o reconstruirse el movimiento? No, se acaba.
En fin, sí tengo algunas ideas alrededor de esta paradoja, pero, en este punto, esperando que el movimiento reiniciara, llegó imprevista, sorpresivamente de un lugar ignoto de la China un fenómeno que, tecnocrática y autoritariamente asumido por los gobiernos se convierte en orden del día: inmovilizarse. Una de las características del coronavirus, se sabe ya con creces, es que su expansión es extraordinariamente veloz. Contra velocidad inmovilidad, lo entiendo. Lo entiendo y lo asumo, pero ¿qué hago con los últimos tres años de reflexión sobre la necesidad de cultivar los movimientos que nos permitirán recuperar la cercanía social?
¿Qué hago con mis reflexiones pedagógicas de los últimos treinta años, que me insinúan la sospecha de que esta crisis, cuya realidad no cuestiono -al menos por ahora-, podría haberse manejado de otras formas más… no sé más qué, pero sí sé que menos autoritarias, o que, por lo menos no implicaran la implantación de un verdadero régimen de terror desde los gobiernos?
Sí, soy un poco o muy paranoico. La noche del histórico cacerolazo, súbitamente surgió de la nada y se extendió como un virus la certeza de que grupos enemigos (los venezolanos, por ejemplo) tenían un plan organizado para tomarse las residencias de la clase media. Por un momento, nos sentimos solos; ¿y si vienen a este barrio?, ¿quién podrá defendernos? No, no es un chiste malo, era un pensamiento real: la policía estaba desbordada por las protestas, nadie vendría si un grupo de vándalos (la palabra más repetida desde el gobierno, hasta las rectorías de las universidades públicas) a tomarse lo nuestro. Las imágenes de improvisadas milicias “armadas” con palos de escoba en las verjas de los conjuntos de vivienda lo decían palpablemente: por un momento estuvimos solos, y era aterrador.
¿Son casuales esas imágenes, conexiones y sentimientos?, ¿están desconectadas?
No sé, en mi ingenuidad, me parece que sí -como lo dijo Agamben en el texto que me mencionó Belén[3]-, que hay un manejo desde el poder político que genera un sentimiento global de pánico, un verdadero terrorismo de Estado que -casualmente- nos impone como solución a los grandes males la incomunicación y el aislamiento. No olvidemos que el paro nacional 21N fue antecedido en la ciudad de Bogotá por allanamientos en masa, justificados por una amenaza global, que nunca pudo ser demostrada y finalmente tuvieron que ser declarados ilegales por el propio Estado, pero ya habían producido su cuota de miedo.
Claro que sí, en estos días evito las aglomeraciones, evito el contacto físico con mis semejantes, respeto las distancias, me lavo maniáticamente las manos y me retiro, si siento el menor indicio de alguna molestia en mí, de la población en riesgo; pero sigo pensando que esta situación podría haberse manejado de otra forma.
En mi ignorancia, me pregunto qué tan distinto es este coronavirus del que pudo producir esos contagios anuales a los que el ingenio popular ha dado nombres tan poco técnicos como “el pato”, “el abrazo de Osama”, “la gripa rompehuesos”, etc., que han pasado, dejando muchos afectados, muertos, incluso… No, no digo que sea mentira que éste es un caso distinto; no tengo los conocimientos ni la autoridad para negarlo, pero enfermedades, contagios y crisis han existido siempre, y no siempre se ha considerado que la respuesta deba ser una ofensiva social tan formidable como en esta ocasión, que debamos estar sumidos en el miedo, el miedo al Otro, aunque funcionarios, autoridades médicas y modelos de televisión nos estén repitiendo ¡QUE NO TENGAMOS PÁNICO! en un mundo con fronteras cerradas, confinamiento voluntario o involuntario, desconexión entre nosotros, inmovilidad, caída de las bolsas (a mí me da igual la bolsa, pero… es que cuando hay quiebras, siempre las pagamos los pobres y la clase media baja), crisis humanitarias, etc.
Siento tanta rabia como el que más con el que pasa por la calle o por el bus tosiendo, estornudando, escupiendo sin la menor consideración por los demás; respeto las restricciones, pero no puedo acallar mis preguntas, de las cuales planteo la última, que podría darle un desquite al paciente lector que me haya seguido hasta aquí, porque podría darle la satisfacción de que la historia me desmienta y me escarmiente en el futuro por publicar estas cosas:
¿No será que, en seis meses, un año, dos años, pueda suceder que empecemos como a despertar de un sueño colectivo, un mal sueño colectivo y empecemos a preguntarnos cómo permitimos que se nos impusiera esta lógica tecnicista, economicista, bélica, despótica?
Pero bueno, si quieren, tomen esto como un ejercicio literario (de un profesor que se ilusiona pensando que sus cursos ofrecen una alternativa de construcción de comunidad), fantasioso, pasablemente delirante y de muy regular calidad para llenar el tiempo de cuarentena-cuaresma del año 2020.
[1] Tomo la expresión de casi prácticamente al azar de: “Distanciamiento social: qué significa y por qué es importante para prevenir el coronavirus”, pero podría haber tomado decenas de expresiones similares de cualquier noticiero, usada por locutores, funcionarios, expertos y no expertos.
[2] «Estamos en guerra, en una guerra sanitaria. Es cierto que no luchamos ni contra un Ejército ni contra una nación, pero el enemigo está ahí, invisible y evasivo, y avanza. Esto requiere nuestra movilización general» decía el presidente Macron de Francia ayer.
[3]Giogio Agamben / Contagio y Aclaración: