Carta a A.

A:

Tienes entre 5 y 8 años. Estás en el colegio, ese pequeño colegio de barrio que funciona en una casa de familia en donde todos los cursos de primaria se acomodan en dos habitaciones o algo así. Seguramente estarás adolorido por los golpes de la regla de madera en la palma de la mano (nunca olvidarás ese sonido seco y fuerte que se oía de un cuarto al otro) o en las rodillas, después de pasar tanto tiempo (nunca sabrás cuánto exactamente) arrodillado por alguna falta muy grave como haber llegado algunos minutos tarde o haber olvidado una tarea, pero no tan grave como hablar en clase, que merecía los golpes en la mano. Y si no, estarás intimidado o atemorizado por la inminencia de castigos como esos que vienen por cualquier causa en cualquier momento.

En realidad, no guardarás mayor memoria de ellos, sino de esta impresión de miedo y de rencor. Recordarás que no había día sin castigo y que el mayor anhelo era que no le tocara a uno.

Nunca sabrás a ciencia cierta qué aprendiste allá, salvo una cosa: a leer al revés. Era genial cuando te llamaban a recitar de memoria la hoja de la cartilla que correspondía a ese día y la profesora seguía con su uña pintada de rojo dejando una línea en relieve debajo de los renglones que había que recitar y no se daba cuenta de que estabas leyendo, ji ji.

De lo demás, algo aprendes, sin duda, pero en el futuro te será más claro aquello que olvidaste: a cantar, por ejemplo. Muchos años después recordarás, destacado en el relieve de los recuerdos de la niñez, el momento exacto en que, cantando con tus hermanos para tus padres en un escenario improvisado en la escalera, te diste cuenta –como un adulto que te mirara desde afuera- que ya no tenías voz; no podías creer que eso pasara y te empeñaste siempre en negarlo, pero en el fondo, lo sabías.

También entenderás que por alguna razón y algunos mecanismos que esperas comprender algún día, te descubriste como una persona desordenada, incapaz de hacer esfuerzos continuados y de escribir correctamente: durante años, tu letra será el ejemplo negativo, hasta el día en que sin saberlo tú, el dibujo vendrá en tu auxilio y así como aprenderás mucho más tarde a representar todas las cosas del mundo, incluso las que no existen, en ese momento –en aquel año- reharás toda tu escritura, reescribiéndote a ti mismo de paso, probablemente.

Pero por ahora eres un niño flacucho y debilucho, aunque no lo admitas, en parte porque tienes a veces la impresión de ser una persona mayor que te mira desde afuera -tal como en el recuerdo más viejo que tienes y estás en brazos de tu madre, como si la miraras a través de ese cuerpecito tan pequeño. Ese sentimiento está acorde con tus temores de persona grande: las angustias metafísicas, la imposibilidad de pensar la eternidad o de comprender el dolor del mundo y, seguramente, también tus rabias; inútiles, por demás, porque poco puedes hacer y con mucha frecuencia, simplemente se atoran en tu garganta como una cosa física que no deja salir tu voz.

Lo más irónico de esta profesora es su nombre: Sofía: “sabiduría”; morena, grande, enérgica y categórica; voz fuerte y gritona; peinado alto. Nunca ríe en clase, nunca un gesto de ternura, aunque cuando visita a tus padres ríe estrepitosamente, bebiendo tanto alcohol como si nada.

Te tomará unos 50 años tu venganza. Medio siglo para saber a dónde apuntar, para construir tu poder. Cinco décadas para comprender que nunca más querrás dirigirte a las personas de poder, sino al poder de las personas.

No sabes aún que operarás una trasmutación: luchando contra esa mujer grande, asexuada, chillona y humillante, a quien no puedes recordar sonriendo, encontrarás un oficio hermoso como el que más, y la dulzura de las mujeres reales, no de las que defienden el imperio de los peores hombres.

No sabes aún que un día, pensando que todo había quedado atrás, se te atravesará de nuevo la imagen de la infancia, cuando te encuentres con el hijo de tu primo, aproximadamente de la misma edad que tienes ahora y que te sorprenderás pensando: “qué cosa más rara es un niño”; y que en un tarde de juego con él, riéndote a carcajadas como nunca, este encuentro será un acontecimiento que solamente mucho tiempo después comprenderás que determinó la decisión de que tu mejor obra como artista fuera la pedagogía.

No lo sabes ahora, no lo sabrás entonces y solamente cincuenta años después este adulto en el que te convertiste te lo dice: no pudieron contigo. El niño debilucho, al que le dolía todo el tiempo el estómago, el de los dientes torcidos y angustias de grande; el que no tenía la fuerza para defender a su hermano mayor, que era su héroe, un día podrá decir: no pudieron conmigo.

Ni con todos sus instrumentos de poder; no pudieron con nosotros.

Por pura intuición te quedaste firme en medio del temporal, soportaste todos los embates sin esconderte y seguiste mirando de frente hasta que, tras de los gritos y las gesticulaciones de esa mujer horrible, empezaste a ver el método lancasteriano de corrección y las élites voraces del siglo XIX –las mismas de hoy- eligiendo el peor modelo educativo sólo para acrecentar sus privilegios.

Miraste de frente el horror de la historia.

Aún más allá: soportaste lo suficiente para ver –más atrás- a Comenio inventando la infancia y para descubrir aquel grabado en el que un hombre amoroso muestra el cosmos a un pequeño niño como tú. Para, a pesar de la ausencia de colores de ese grabado escueto y negro, reconocer el sol brillante de aquellos sueños de tu infancia en los que un prado al sol y un agua transparente eran la imagen perfecta de la felicidad.

Un día sabrás que esa firmeza te permitió igualmente ver a través de ese lugar autoritario que tantas pesadillas te produciría todavía años después de haberte graduado; ese lugar laberíntico con sus profesores buenos, regulares y malos –de los cuales, los que más gritaban y se mostraban y hablaban todo el tiempo de hombría eran los más malos-, ver a través de ese Instituto Nacional Piloto Nicolás Esguerra la revolucionaria y venerable Escuela Normal Superior de la que fue colegio anexo; y descubrir al extraordinario José Francisco Socarrás, el sabio que intentó arengar a la multitud el 9 de abril de 1948, gesto que el fascismo imbécil no le perdonó nunca, ni a la Normal Superior, cerrándola dos años después para convertirla en una escuela católica y femenina, liderada por una militante del partido nazi.

Y tantas cosas descubrirás, escondidas en el fondo de capas de imposturas construidas para poner el conocimiento a servicio del poder mezquino e, incluso, volverlo contra nosotros. Y así, de la podredumbre surgirá la gota de metal puro; La partícula sagrada que yace en el fondo se ve a través de las máscaras y de las fantasmagorías.

Sí: un día les robarás el fuego: la única respuesta que no fortalece su lógica. A fuerza de dudar, a fuerza de preguntar, lograrás atravesar los discursos de los poderosos agazapados cobardemente detrás de tantas vidas arruinadas que se les entregaron dócilmente. Lograrás entrever el origen, volver a él y rescatar la chispa de eternidad que allí yace, y será el momento de decirles que nunca más volverán a contar contigo para fortalecerlo.

No intentarás gritar más fuerte, ni pretenderás ser más grande, más sagaz o más eficiente.

En cambio, no les darás nuevas palabras que reemplacen a las otras que robaron y degradaron; ni doctrinas que les permitan reclutar nuevos siervos; no te prestarás a asistir a sus víctimas para que puedan levantarse y volver situarse en la fila de la esclavitud.

Te habrá tomado cincuenta años. Pero habrás logrado ajustar el lente para captar el punto exacto en el que sus apariencias y sus discursos se hacen transparentes. Para entonces, ya habrás decidido oponerles aquello que precisamente no quieren oír: el cuerpo y la voz de los subordinados.

No será fácil orientarte entre los golpes, los castigos y las humillaciones; no dices nada porque aún no tienes palabras; no se te ocurre pensar algo distinto a que la escuela es el lugar a donde se envía a los niños para golpearlos. Solamente muchos, muchos años después, descubrirás que eso no lo hace la escuela, sino el sistema de poder, y que lo hace a propósito –derivando de paso todo el desprestigio a la escuela-; y entenderás que ésa es la normalidad del sistema, no un accidente.

Puedo decirte, A. que tu venganza está cumpliéndose y hay muchos que empiezan a acompañarnos: nos vamos reconociendo, como está diciendo otro autor a quien un día amarás, por las cicatrices. Ya puedes tomar un respiro.

Descansa y déjame llevarte, “Te conduciré por todas las cosas, te las mostraré todas y les pondré un nombre para ti”.

M.