I
Intencionalmente, la expresión del título parafrasea el fenómeno del mundo tecnológico-económico-político: la obsolescencia programada de los aparatos industriales.
Estas reflexiones están obviamente relacionadas con mi lugar de trabajo: la Universidad Nacional de Colombia, Sede Bogotá, pero se dirigen mucho más allá: intentan hablar con personas jóvenes de todos los contextos, por si algo en ellas les ofrece algún interés.
Soy profesor. Puedo decir, como se decía en la sociedad estamental, de la cual rescato el sentimiento de los artesanos, que mi mayor motivación es el honor; el trabajo decente, como se decía en otras épocas. No pertenezco a ninguna asociación en particular, me afilio a una especie de marxismo benjaminiano-dusseliano, no creo que los tiempos estén para tibiezas y creo que lo más importante en política (incluyendo, por supuesto, en la política educativa) es la defensa del sentido de lo público.
II
Lo pedagógico, esencia de educación se ha reducido hace ya décadas a una tecnología más o menos banal en la cual fórmulas predigeridas se ofrecen para su uso más bien acrítico de docentes a quienes el sistema intenta por todos los medios, lícitos o ilegítimos, interiorizarles la idea de que su papel máximo es el de ser figuras de control actuando en unos marcos normativos autoritarios.
Pero los profesores somos otra cosa. Siempre repito una cosa: en nuestras instituciones educativas, independientemente de otras cosas, con mucha frecuencia, profesoras y profesores son la única fuente de afecto real que tienen muchos estudiantes. Hay muchos docentes decentes, valga el juego de palabras. No confundan a la gente con las instituciones y las autoridades. Vivimos una época en el que muchas de las instituciones y autoridades han perdido su legitimidad y cínicamente lo ocultan.
La corrupción, de la que tanto se habla, no es únicamente problema de manejo de dinero, es también –y más grave que eso- problema del deterioro de la institucionalidad. Siempre recuerdo que, en la época de las denuncias al mal uso de recursos de “agroingreso seguro”, el exministro Arias respondía en una entrevista que no habían hecho nada malo, solamente habían aplicado la ley. En ese momento, me di cuenta de los lejos que había llegado la corrupción: ya no se trataba solamente de realizar acciones indebidas, sino de, previamente, penetrar el sistema de leyes y normas para crear plataformas que permitieran realizar acciones ilegales “legalmente”.
Hoy vivimos un sistema político que genera la posibilidad de, mediante muchos y muy retorcidos cálculos, destruir el sentido de público, que está estrechamente relacionado con el sentido de la vida. ¿Cuántas veces no han sentido ustedes que un trámite –relacionado con la educación o la salud, por tomar dos campos esenciales de la vida cotidiana- se encuentran con un enjambre de requisitos, formatos, plazos, burocracias, que se convierten practicante en un muro con el que uno se estrella y que lo paraliza todo, mientras para algunos pocos –the happy few– el camino se abre sólo, las conexiones adecuadas aparecen solas y avanzan por la vida felices y tranquilos?
No es que ellos sean más suertudos, es que el mundo social ha sido previsto para ellos. Vivimos en un mundo gobernado por y para las élites. Las condiciones que vivimos no son accidentes, ni privilegios otorgados por el azar: estaban previstas. “Los hombres hacen su historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado”, señala Marx en su XVIII Brumario de Luis Bonaparte.
Encontramos un mundo hecho. No sé si en un mundo sobrenatural elegimos eso o nos fue adjudicado, pero en este mundo concreto en el que vivimos, otros ya habían pensado las condiciones y las pensaron según sus intereses, que no tienen por qué ser automáticamente los nuestros. Enseguida de lo citado, continúa Marx: “La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos”.
En lo político, el arma más efectiva del poder en Colombia, ha sido el cultivo radical del olvido histórico. En general, no tenemos memorias y la Universidad (constreñida por las políticas educativas oficiales) hace muy poco para que las recuperemos; por ejemplo, la genealogía de nuestros objetos de estudio o de nuestras propias instituciones (¿conocen y trabajan en sus planes de estudio historias de sus programas, de sus facultades, de su universidad?), de nuestras comunidades, etc. Y la pérdida de memoria nos sitúa en un espacio homogéneo y vacío, como dice Walter Benjamin, en el cual medra la pérdida del sentido de lo político.
Y pretende que no nos demos cuenta de que estos y otros olvidos son cuidadosamente cultivados por el poder en todas formas (el poder sólo trabaja para una cosa: para perpetuarse), y nosotros, que no lo vemos, o nos negamos a verlo, nos movemos confundidos, asustados, maltratados, sin comprender que son problemas colectivos de vieja data. Al final, terminamos metidos en un lugarcito mezquino en el que la crítica se vuelve una cosa personal, o un problema puramente local.
Y en este contexto, en medio de estas pérdidas, me parece que el sector más golpeado y sometido es el de la juventud; el que, justamente, tiene la fuerza y la energía, pero no tiene la experiencia. ¿No están cansadxs de escuchar por todos los medios, de manera chistosa o agresiva, que ustedes son generaciones de cristal, de tontos, pegados a las pantallas, frágiles marionetas manipuladas por profesores malvados, youtubers poderosos, etcétera, etcétera?
¿No tienen ustedes la percepción clara de que, a las instituciones, incluida su universidad, no les importan en absoluto sus sentimientos? ¿Que todas sus quejas se convierten –cuando son medianamente escuchadas- en procesos burocráticos absurdamente engorrosos que con frecuencia no llegan a nada?
¿No les parece ofensivo que sean clasificados en una especie de estratificación social que define quiénes tienen derecho a inscribirse primero y así elegir asignaturas, a falta de lo cual, resignarse a pertenecer a otras clasificaciones y contentarse con lo que quede, o encontrar, a punta de ruegos, algún docente que acceda a recibirlos en su clase como si fuera un gran favor?
La institucionalidad ha vuelto a ser la del siglo XIX, en la cual, la política del “buen gusto” como fundamento de la civilización (opuesta a la barbarie) determina que lo fundamental son las buenas maneras y, por esa vía, entre otras se ha desterrado el debate; el debate académico, argumentado, riguroso, profundo que puede ser, incluso de ser calificado de violento cualquier intento de recuperarlo.
¿Han intentado hablar de estas cosas?, ¿las han escrito? Y ¿han recibido de la institución respuesta alguna vez?
Por un lado, un estamento profesoral en una gran medida golpeado, sometido a políticas arbitrarias y autoritarias, que no se queja, y con frecuencia se acomoda y termina replicando el modelo en todas las escalas y, por otro, unas autoridades universitarias sordas, ciegas y mudas cuando se trata de dialogar o debatir sobre los problemas reales de las comunidades reales y solamente ven sus intereses mezquinos, esos sí totalmente personalistas.
De un tiempo para acá, siento la necesidad de decir a mis grupos de estudiantes: no todos los docentes somos así, no siempre la Universidad Nacional fue así. No todo el arte es el de las ferias comerciales, no todas las investigaciones valiosas son las de las normas apa y las revistas indexadas comerciales. No es obligatorio que todo deba ser así. Les han mentido muchas veces; sí es posible pensar de otra forma. Esto que estamos viviendo no es un destino normal ni inevitable.
Soy artista y les aseguro: siempre las cosas pueden ser vistas de otra forma; eso es liberador. Pero, por eso mismo, también necesitamos el pensamiento crítico, porque si el arte puede liberar, también puede esclavizar.
III
Hay un sector oscuro en la Universidad Nacional que se mantiene en el poder desde el año 2005, y orquestó su toma del poder un tiempo antes. Si la Universidad tuviera memoria, recordaría que, para la elección de 2003, fue nombrado Marco Palacios, que ya no era profesor en ejercicio de la Universidad y ni siquiera vivía en el país. Fue la época del primer gobierno Uribe, quien, con su nefasta reforma educativa, sarcásticamente llamada “Revolución educativa” hizo trizas las realizaciones de las anteriores administraciones desde la Constitución de 1991 y las leyes 115, general de educación la ley 30, de educación superior y entregó toda la política educativa al modelo neoliberal, empresarial y economicista, que se declara enemigo del modelo humanista de los siglos anteriores.
Ese sector reaccionario está enquistado en la Universidad hace tiempo. Que todo el mundo tenga el derecho inalienable de pensar como a bien lo tenga, es claro. Que haya gente que comprendiendo que el gran patrimonio de la Universidad es su capacidad de construir legitimidad, algo que no muchos comprenden, la utilicen todos los días para beneficiar sus propios intereses en desmedro del compromiso público de la Universidad, es otra cosa. Si quieren ver un excelente ejemplo, pregunten qué tienen de universitarias las políticas culturales de la Universidad, entregadas al servicio de los intereses de una persona que calladamente dirige Divulgación cultural desde hace más de diez años, sin que ninguna administración cuestione su trabajo. El fenómeno se reproduce en toda la estructura.
Pero, en medio de todo eso, ustedes son mi mayor preocupación.
No entraré en detalles por respeto a las intimidades, pero tengo que decirlo: en el curso de escasas dos semanas, he tenido varios encuentros: con una profesora de otra universidad pública, quien me cuenta que en un período muy breve, se han suicidado cinco estudiantes y las comunidades docente y estudiantil, se encuentran muy preocupados por el “efecto dominó”; he acompañado a estudiantes de nuestra universidad que enfrentan situaciones muy difíciles, agravadas por problemas económicos e, incluso, por la indignidad del proceso de designación de rector de la universidad que ha desdeñado todos los reclamos, deseos y esperanzas de una gran parte del estudiantado; es ingente la cantidad de estudiantes que se encuentran en tratamientos más o menos agresivos por enfermedades mentales; otra profesora de una universidad privada me cuenta que un estudiante se suicidó en el campus, otra me cuenta de situaciones parecidas en su universidad.
En una de mis clases pregunto al grupo, ¿puedo hacerles una pregunta antes de empezar? ¿Cómo se sienten? Primera respuesta: -profe, si vamos a hablar de eso, necesitaríamos un psicólogo.
-Pues lo traemos, digo, pero hablemos. La desesperanza cunde. El malestar, el dolor.
Y el grupo agradece al menos tener un espacio donde hablar y ser escuchados.
¿Y, a todo esto, las autoridades de la Universidad tienen algo que decir?
No. NO
Sacan comunicados que hablan de un mundo cuasi perfecto, “países de cucaña”, dice Estanislao Zuleta, en donde el respeto a la norma prevalece y garantiza la felicidad perpetua, amenazada por incivilizados y violentos detractores que no ven las bondades de convertirlo todo en asunto de técnicos y de emprendedores.
No me digan que la universidad y las instituciones educativas tienen protocolos, espacios, servicios. Claro que los tienen; desbordados e insuficientes, mientras al mismo tiempo, financian institutos de liderazgo y plataformas de negocios. Pareciera que las instituciones educativas solamente deberían saber hablar de emprendimientos y eficiencias. No tienen tiempo para escuchar a sus estudiantes ni a sus profesores. Los primeros, por lo menos, demuestran su malestar, los profesores nos callamos como si fuera una falta de cortesía innombrable decir que nos sentimos mal.
Los profesores ya hemos vivido algunas cosas y tomamos nuestras decisiones, incluso si la de no quejarse, pero hay que denunciar la catástrofe social que han creado las políticas educativas (que no son en absoluto independientes de las otras políticas) y que se ensañan con especial crueldad en la gente joven. La razón es clara, a mi juicio: la juventud tiene un potencial revolucionario muy fuerte, pero le falta la experiencia y el conocimiento de sus propias posibilidades y de los rumbos que podría tomar su acción para no repetir los mismos errores.
La crisis de ahora no es nueva. Fue preparada.
No de la inventaron ustedes. Legiones de tecnócratas y de expertos en torcer los argumentos, los datos y el sentido de las palabras han trabajado para construir su desesperanza. No creerían la cantidad de dinero, de recursos de toda clase y de creativos que se gasta anualmente para crear la basura que machaca cotidianamente la industria cultural y ustedes son el principal objetivo.
Los malos no son como la caricatura del cine, en donde a la legua reconoces que ese personajillo sucio, vestido de negro y con un antifaz es un ladronzuelo. La maldad está disfrazada de autoridad intelectual y hay que saber reconocerla porque no toda actividad intelectual es deshonesta. No todos los profesores nos plegamos dócilmente a los dictámenes del poder.
La corrupción no es porque haya “corruptos”, ellos existen porque el sistema es corrupto. Este sistema que vivimos y que tiene un nombre: neoliberalismo, que no es otra cosa que un anarquismo de derecha. De extrema derecha.
Es el sistema que todos los días les está enviando mensajes de desesperanza, de no futuro; que subsiste al costo de convencernos de que estar todo el tiempo compitiendo es una verdad natural. De ahí surge un modelo educativo basado en competencias que no da pausa, ni para respirar.
Les pido que no permitan que les sigan diciendo que ustedes son una generación fallida o algo así; su malestar es real y tiene causas reales, estudiables y transformables. Erradicables, si fuera el caso. Que no se siga diciendo de ustedes que lo que les hace falta es que alguien decida por ustedes.
En actualidad, el malestar es regla. ¡Si lo dice hasta el Dalai Lama! “En el mundo real existe la explotación, existe un profundo e injusto abismo entre ricos y pobres…” y su respuesta es: Be angry [El poder de la indignación, Dalái Lama en conversación con Noriyuki Ueda, Urano, 2021], la misma que daba el viejo militante de izquierda Stéphane Hessel, participante de la resistencia francesa contra el régimen nazi, autor de indignez-vous, que fue referente central del movimiento mundial de los indignados: ¨De todas las orillas se dice y yo les digo: ¡indígnense!”
Indignémonos, es normal sentir ira, pero hay que expresarla, hay que hacer algo con ella, transformarla en vida. ¿Qué hacer? Dice el Dalái Lama:
“Aquí la cuestión es cómo lidiar con la ira. Hay dos clases de ira. Una nace de la compasión: esa es una ira útil. La que brota de la compasión o de un deseo de corregir la injusticia social y no busca dañar a nadie es una ira beneficiosa que merece la pena tener.
[…] La ira motivada por la injusticia social persistirá hasta que se logre el objetivo. Debe persistir.
En este caso se debe seguir albergando un sentimiento de ira. Esa ira se dirige hacia la injusticia social y acompaña a la lucha por enmendarla, así que se debe mantener la ira hasta lograr el objetivo. Es necesaria para hacer cesar la injusticia social y las acciones erróneas destructivas.”
Las cosas pueden cambiar, deben cambiar. No se trata de erradicar nuestras presencias ni nuestros sentimientos: se trata de erradicar las condiciones que no nos están permitiendo vivir honestamente con nuestras presencias ni nuestros sentimientos.
Estoy proponiéndoles sumarse a una insurrección no violenta que se llama desobediencia civil. En la Universidad Nacional, ese movimiento tiende a construir una constituyente universitaria.
El mundo no es, ni ha sido, ni será un lugar perfecto. Pero, a mi edad y con lo que he podido ver y estudiar de él, sé que no siempre las cosas han sido tan malas; no siempre la sociedad ha sido tan cruel, no siempre la universidad ha sido tan pasiva con el poder y tan agresiva con el estudiantado. Pueden darse tiempos mejores, podemos construirlos. No siempre las autoridades han sido tan irrespetuosas. Las tiranías no duran para siempre; los burócratas creen que su casta sí, pero también pueden caer.
No le crean al supuesto progreso que ofrecen los técnicos, miren lo que están haciendo con el gobierno actual: bloqueando las necesarias reformas, no con debate, sino ocultando su falta de argumentos, de justificaciones y de razones legítimas con insultos, noticias falsas, mentiras y “jugaditas”.
No permitan que el sistema los siga, nos siga, ninguneando. Ejerzan su lectura crítica y verán que tras de las apariencias sí hay alternativas, si hay belleza en el mundo, si hay solidaridad y sí hay sentido, pero hay que reconocer esas dimensiones, encontrarlas y defenderlas. La desgracia de la pedagogía fue haber sido reducida a una tecnología. La pedagogía en un arte, es una ciencia, es un campo profundo que borra todas las etiquetas y las fronteras simplificadoras. Todos vivimos la misma realidad y es a ella a la que nos debemos como personas y como comunidad, no a las veleidades interesadas que nos vende el sistema a nombre de un régimen de singularidad en el que nadie se identifica con nadie.
Algunos estamos aquí, haciendo lo que hay que hacer.
Y hay mucho que hacer. Hablemos de eso.