Nuestra tradición no es la de los detentadores del poder, como nos dice la Academia. Nuestra tradición es la que no ha dejado huella porque a los profesores se nos ha asignado un papel subordinado y nosotros lo hemos aceptado. Nuestras clases, nuestros diálogos, nuestras batallas en el aula desparecen tan pronto suena el timbre de final de clases; no dejan registro, porque el sistema nos ha impuesto una cultura de la programación que archiva, cada comienzo de período escolar, los programas de lo que vamos a hacer, no la memoria de lo que realmente se hizo.
Desaparecen una vez terminado el semestre y el año; cada grupo es nuevo, el salón se repintó, ya hay nuevos alumnos; a los antiguos se les olvida casi a la misma velocidad a la que –salvo casos excepcionales en un sentido u otro- ellos nos olvidan. Nuestra tradición no es la de los discursos oficiales. La historia de nuestras escuelas sería la de la experiencia, que nadie parecería saber qué es, cómo se da cuenta de ella, ni dónde se encuentra.
No, en todo caso, en los informes de gestión sobrevalorados de las directivas, que pretenden ser la historia de nuestras instituciones.
Nuestra tradición es la de la artesanía (que la Academia convirtió en mala palabra) pedagógica (otra mala palabra para las universidades dedicadas a la “educación superior”); esa artesanía despreciada por las jerarquías de la propia Academia, que no ceja en su empeño de privilegiar a los “innovadores”, “excepcionales”, “investigadores” y “exitosos” que son mucho más que simples profesores, y se prestan muy fácilmente para representar los intereses del sistema.
Esta Academia es un adversario formidable que ha devorado a todos sus enemigos: se ha apropiado de sus conceptos, sus apariencias y convirtió el conocimiento en saberes institucionalizados que tienen dueño.
De allí, que no podamos olvidar a Benjamin: “…El peligro amenaza tanto a la existencia de la tradición como a sus receptores. Para ella, como para ellos, [el peligro] es prestarse a ser instrumentos de la clase dominante. En cada época hay que tratar nuevamente de arrebatar la tradición al gran conformismo que está a punto de apoderarse de ella. El Mesías viene no sólo como el Redentor; viene como el vencedor del Anticristo. El don de reavivar en lo pasado la chispa de la esperanza sólo se ofrece al historiador impregnado de esto: frente al enemigo, si vence, ni siquiera los muertos estarán a salvo. Y mientras tanto, hasta esta hora, el enemigo no ha cesado de vencer”*.
* Tesis VI Sobre el concepto de historia.