Necesitamos estudiar historia

Como siempre, no estoy diciendo nada nuevo.

Pero, aunque todo haya sido dicho de más de una forma y más de una vez, hay cosas que deben seguir siendo dichas una y otra vez.

A ver si por fin empezamos a entender colectivamente; a ver si los dormidos empiezan a despertar, los cómodos a moverse un poco, los tímidos a decidirse, los deshonestos a avergonzarse y todos (todas) a recuperar la decencia de nuestros oficios. Si al fin empezamos a dejar el egoísmo, si ejercemos como sociedad el riesgo de pensar por nosotros mismos, más allá de los estereotipos cuidadosamente cultivados por el lado oscuro de la Academia y por las industrias del entretenimiento, fieles servidoras de los poderes políticos más oscuros.

Porque nos hemos descuidado, porque lo hemos olvidado o no hemos reparado en ello, y -sobre todo- porque los dueños del poder han hecho todo lo posible para ocultárnoslo.

Hablo de nosotros, y me refiero a las personas a quienes la escuela convoca; a quienes la vida nos importa, nos conciernen los otros y no esperamos que nadie piense por nosotros. No parece demasiado, pero la realidad es que esas personas se han vuelto muy escasas y, aunque sea de elemental rigor saber que no es posible decir que alguna época humana ha sido mejor o peor que otra, lo cierto es que vivimos tiempos muy oscuros en Colombia. Tiempos de una violencia que no cesa, que todos sufrimos de una manera u otra, pero no sabemos definir claramente sus orígenes y sus modos de actuar, por eso, nos cuesta tanto trabajo entender que el estado de violencia ha sido cuidadosamente planeado y desarrollado y que las causas, los lugares, los nombres son estudiables y delimitables.

 Sin estudio de la historia, la vida es un desierto; un espacio vacío y difuso en el que no hay identidad; un mundo lleno de estereotipos. Sin él, la simpleza del pensamiento nos devora y no hay nada peor que eso. Sin historia, no sabemos de dónde venimos, no conocemos el origen de nuestros lenguajes ni de nuestras costumbres. Sin historia no tenemos mayores, no tenemos ancestros; ni siquiera guardamos sus nombres.

Hace tiempo que tengo ganas de decir esto: la ignorancia es un mal terrible. La ignorancia nos hace vulnerables, alienados, crédulos, confundidos, ingenuos. La ignorancia nos hunde en la oscuridad y nos desorienta; en una palabra, nos vuelve manipulables. Por eso, quienes elegimos el oficio de la pedagogía, ante todo cumplimos un papel político, ya sea por acción o por omisión; tanto sirve a la causa de la verdad y a la dignidad de la vida el espíritu pedagógico honrado, como a la mentira y a la degradación de la vida el ejercicio deshonesto de la pedagogía.

Nos han expropiado nuestro derecho a tener un pasado y eso debemos denunciarlo y actuar en consecuencia, hablando, debatiendo, estudiando, salvando los registros y los testimonios… recordando.

Pero no podemos pasarnos la vida declarándonos víctimas. Por un lado, de nosotros depende que tengamos la iniciativa de tomar en manos nuestros relatos rigurosamente narrados y, por otro, tener clarísimo que cada día, cada hora en la escuela es la oportunidad de romper clichés y falsedades y que no debemos dejar pasar la oportunidad, porque si para los desposeídos la ignorancia es una desgracia, para quienes tenemos la posibilidad de combatirla y no lo hacemos, es un crimen.

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