Cada quien recuerda u olvida según lo dicta su diálogo interno; pero, colectivamente, la memoria es un asunto político. Los acontecimientos actuales en Colombia son suficiente prueba de la enorme importancia de la memoria histórica, de su construcción y de su preservación.
Nuestro compromiso con la vida pasa por la contribución que podemos hacer a la memoria colectiva y una de las tragedias nacionales hoy es para mí, sin ninguna duda, cómo se nos han deshilachado rápida y sistemáticamente las imágenes de la década de los años noventa del siglo XX, esa década tan cercana y tan lejana en la que recomenzamos un andar colectivo.
Se acercaban los doscientos años de vida independiente como Nación. En los primeros tiempos había que dar forma, identidad y nombre a un nuevo país que salía de su condición de colonia de España. Entre constituciones parciales, totales y grandes reformas a la de 1886, que finalmente se había impuesto, podíamos contar una veintena de actos institucionales, de manera que nadie podía pensar un siglo y medio después que solamente con promulgar otra constitución, aunque fuera un acontecimiento de primer orden, las cosas iban a ser automáticamente distintas. Había mucho que aprender para empezar de nuevo a caminar, en un andar colectivo que nunca había sido propiciado por las instituciones del país.
Parte importante de ese nuevo andar tenía que ver con los campos de la cultura y de la educación. En días pasados publiqué algunos documentos sobre el tema, anotaciones de unas memorias nacionales que, en gran medida están por construir. Hoy quiero invocar algunos nombres; llamativa, pero no casualmente, son nombres de mujeres; de personas que hacen parte de un acervo que no podemos dejar diluir en este gran movimiento que nos rodea de voluntaria e intencional pérdida de memoria que nos golpea de manera tan dura.
La última vez que hablé con Marta Combariza, conversamos sobre María Elena Ronderos; el tema era obligado, hacía poco había fallecido la maestra que fue inspiración y apoyo a finales del siglo XX para artistas jóvenes que iniciábamos una militancia por aspectos esenciales de la experiencia artística, más allá de la simple producción de obra a la que socialmente se ha tendido a reducirla. Reconocíamos su contribución al amor que construíamos, por los museos ella y por la pedagogía yo.
Era inevitable, entonces, recordar a María Elena Bernal, quien nos convocó a trabajar en el Museo de Arte de la Universidad Nacional en la segunda mitad de los años ochenta -cuando todavía era un museo universitario y no una especie de fundación privada puesta al servicio de una ajena a la institución con intereses puramente personales- y evocar los acontecimientos derivados de la promulgación de la nueva constitución.
Tenemos el compromiso generacional de hacer todavía más visible la grandeza de la figura de María Elena Ronderos para la educación en Colombia. Su presencia en el museo de Arte de la Universidad Nacional, cuando gestaba el programa que llamó El museo, un aula más en la vida de los estudiantes en ese final de los años ochenta y, con motivo de la Constitución de 1991 y la ley 30, general de educación que derivó de ella, en el proyecto de Cursos de Actualización docente en donde las dos María Elenas propiciaron el inicio de un movimiento muy valioso para la institución universitaria. Este proyecto de extensión se desarrolló ya con la Facultad de artes de la UN desde 1995 hasta 1998, llamado a apoyar la construcción y el inicio de la implementación de los Lineamientos Curriculares para la educación artística, que tuve el honor de coordinar en sus dos años finales.
Esas actividades que reseño muy rápidamente están en el origen de programas actuales como la maestría en Educación Artística, la maestría en Musicoterapia, la maestría en Museología y Gestión del Patrimonio e, incluso, la maestría en Teatro y Artes Vivas, pues constituyeron un gran laboratorio en donde un grupo de docentes artistas del que hacían parte la gran maestra Carmen Barbosa, Rolf Abderhalden, Gustavo Fernández, Jorge Londoño, Freddy Chaparro, en relación con otras personas que asesoraban a María Elena Bernal, como Claudia Romero, tan comprometida con tanto amor el patrimonio arquitectónico, Santiago Cárdenas, Marta Rodríguez… tantas personas que aportaban su experiencia y otras muy jóvenes aún, estudiantes que después han tenido trayectorias importantes en la academia.
Tanta historia, tanto afecto, tanta entrega, tanta acción política no se pueden describir en un solo comentario. Requerimos de memorias transmitidas, de historias escritas, decantadas y rigurosas.
Sobre Marta Combariza, cuya reciente partida motiva esta evocación, nuestro colega Wlliam López –otro nombre importante en estos movimientos del pensamiento sobre la institucionalización de las artes escribió una reminiscencia* en la que relata su trayectoria.
Otros temas obligados de aquella conversación eran la situación de la Universidad Nacional y el resultado de las elecciones recientes. Coincidíamos en el sentimiento de que, para nuestra generación, formada en otra idea de universidad, pareciera quedar como única alternativa el retiro. No por nuestra edad, no por las vicisitudes de salud –ya importantes, en particular para ella, pero para su energía espiritual, para su pensamiento y su afecto, no eran lo determinante-, no por el deseo, sino por la degradación creciente de la vida universitaria, que determina que, para militantes de la pedagogía como nosotros, ya no represente un proyecto de vida tan digno y apasionante como lo imaginamos siempre.
No será la actual Universidad Nacional de Colombia, en la que desde las rectorías impuestas desde 2002, en la que volvieron a primar discursos tan absurdos y cuestionables como los de alta y baja cultura y ciencia y pseudo ciencia, para definir sus derroteros institucionales, quien reconozca la profunda importancia y la profunda necesidad de procesos y obras que empezaron a marcar caminos de construcción de un nuevo contexto social, cultural y académico, afectados grandemente hoy por la hegemonía de un modelo universitario neoliberal, taxativamente hostil a las humanidades y las artes.
No será el actual Museo de Arte, ni la actual dirección de divulgación Cultural de la Universidad Nacional de Colombia quienes hagan una conmemoración de la persona que dirigió el Museo, que impulsó sus actividades educativas o que mencione públicamente la acción como profesora de la maestría en Museología que tanto valoran sus antiguos alumnos y el campo museal colombiano.
No puedo dejar de pensar en la tremenda carga que significa para Colombia el olvido histórico, impuesto para unos, aceptado para otros, indiferente para casi todo el mundo. Pensar cómo pesa, cómo duele para quien no quiere ignorarlo, cómo determina muchas de las formas como nos pensamos, aunque no nos demos cuenta de eso. Y, en este punto, más que el sentimiento luctuoso de pérdida, nos acompaña en ese alimentar la llamita de un pensamiento responsable y crítico la alegría y la celebración de la vida, la presencia y el trabajo de personas como las que he mencionado y como Marta Combariza, cuya risa contagiosa seguirá resonando en la Escuela de Artes Plásticas.